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Desde la almenaAna Samboal

Ya no son «piolines»

Culpar al Partido Popular de agitar la calle, a pesar de que sus dirigentes han condenado expresamente la violencia, no oculta los carnets del PSOE rotos

Actualizada 01:30

Hace poco más de un año, Pedro Sánchez se jactaba en el Congreso ante Cuca Gamarra de favorecer la convivencia en Cataluña, frente a la discordia que –a su entender– sembraba el Partido Popular. Lo hacía en estos términos: «La diferencia en materia de política territorial entre ustedes y nosotros es que ustedes mandaban piolines a Cataluña y con nosotros la selección española de fútbol puede jugar en Cataluña sin ningún tipo de problema».

Hoy, esos agentes del Cuerpo Nacional de Policía, a los que el presidente hacía alusión empleando para referirse a ellos el mismo término despectivo que usan prófugos, delincuentes condenados en firme por los tribunales y separatistas, son la delgada línea que separa a la turba de exaltados de los empleados y sedes del Partido Socialista. Hoy, esos agentes del Cuerpo Nacional de Policía ponen en juego su integridad física para cumplir unas órdenes incomprendidas entre buena parte de ciudadanos desconcertados y cabreados con las decisiones que está tomando su Gobierno, del mismo modo en que lo hicieron, en 2018 y 2019, en Barcelona o en Gerona y con el mismo fin: evitar la violación de la legalidad vigente. La única diferencia entre hoy y el ayer es que los que resulten heridos en las manifestaciones y protestas de Madrid, recibirán –probablemente– una medalla, mientras que los que acabaron hospitalizados, de baja o incapacitados de por vida para seguir trabajando como consecuencia de la violencia ejercida por las hordas de salvajes a las órdenes de Quim Torra verán cómo sus agresores quedan exculpados de toda responsabilidad. Y la única diferencia entre hoy y los aciagos días del proceso separatista es que un hombre, Pedro Sánchez, el hombre que –ironías del destino– les llama piolines, necesita de la bendición del César Puigdemont para mantener su residencia en la Moncloa.

A cambio de esa convivencia de la que presume en Cataluña, que no es más que la paz que prosigue a la rendición –del Estado de derecho–, sus delirios han prendido la mecha de la discordia en el resto de España. Ampararse en los disturbios –injustificables– con los que un grupo más o menos numeroso de ultras ha prendido las calles de Madrid, no puede hacernos olvidar que no hay ciudad en la que no se hayan convocado protestas condenando el pacto del gobierno con ERC para anular gravísimos delitos. Culpar al Partido Popular de agitar la calle, a pesar de que sus dirigentes han condenado expresamente la violencia, no oculta los carnets del PSOE rotos ni el nerviosismo obvio de la camarilla del presidente por el temor de que el prófugo de Waterloo pueda abocarles a unas nuevas elecciones.

Pedro Sánchez ha hecho todo lo que estaba en su mano para agradar a Puigdemont: ha llamado piolines a los policías, ha concedido estatus de interlocutor de la presidencia del Gobierno a un fugado de la Justicia retratando al número dos del PSOE a su lado bajo la imagen que exalta el referéndum ilegal en Cataluña, ha comprometido miles de millones de euros en impuestos de los trabajadores españoles y ha firmado su compromiso de decretar la amnistía para beneficiar a correligionarios, amigos y colaboradores necesarios del separatismo sedicioso. Y, a pesar de todo, sigue sin fijar fecha para la votación de su investidura porque sigue sin tener los votos suficientes para superarla con éxito. Se ha encontrado con la horma de su zapato: Carles Puigdemont. Con las calles de toda España encendidas, ni siquiera Grande Marlaska puede garantizar que les deje en la estacada, porque, si el juez García Castellón impide que quede impune, contra el Partido Popular vive mejor.

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