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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Carlos Vermut

Pese a los excesos del «Me too» y el petardeo podemita feminoide, hay casos como éste que claman al cielo. Y no son pocos

Actualizada 01:30

Todas las denuncias pierden buena parte de su credibilidad cuando reúnen tres características: han pasado muchos años desde que ocurrieron supuestamente los hechos denunciados; no se encauzan por el procedimiento policial y judicial reglamentario y la identidad de los denunciantes es anónima.

Si con esas tres taras de origen damos pábulo a cualquier acusación publicada, en realidad estamos todos perdidos y podríamos ser, antes o después, objeto de un linchamiento atroz sin ninguna prueba al respecto, por el simple testimonio clandestino de alguien con la suficiente ascendencia en un medio público capaz de convertirlo todo en un Auto de Fe.

Estas reflexiones, aplicadas al cineasta Carlos Vermut, parecerían remar a su favor: todas las circunstancias detalladas en la información de El País que le señala como autor de tres escandalosos casos de abusos sexuales, especialmente violentos, adolecen de los requisitos formales para elevarlos a categoría pública y, a continuación, darlos por ciertos.

Y, sin embargo, voy a llevarme la contraria a mí mismo e intentar explicar por qué, en ésta y otras polémicas similares, sí procede la difusión de las denuncias, sí tienen apariencia de veracidad y sí merecen credibilidad por mucho que desconozcamos a las víctimas y no exista, de momento, una investigación judicial al respecto.

La diferencia, clamorosa, es el testimonio del propio Vermut, que básicamente ha asumido los hechos pero los ha convertido en un acto consentido por las parejas sexuales ocasionales que ahora, sin que él mismo sea capaz de explicar la razón, le han denunciado:

«He practicado sexo duro siempre de manera consentida (…) Otra cosa es que la persona en su casa después se sintiera mal y a lo mejor en el momento tuviese miedo a decirlo. Eso yo no lo puedo saber (…). Creo que haber tenido una vida sexual promiscua y haber tenido sexo de muchos tipos puede llevarte a situaciones como estas».

¿Cómo que después se sintieron mal tal vez? ¿Cómo que haber practicado mucho te puede llevar a estas situaciones? Se refiere, entre otras barbaridades, a una especie de estrangulamiento sexual y a otros ritos depravados cometidos con mujeres en situación de inferioridad laboral y física a las que les sacaba años, altura y poder.

¿Alguien se imagina que, ante una acusación falsa, la respuesta fuera reconocer los hechos pero transformarlos en un acuerdo voluntario entre dos partes tan desiguales en posición, complexión y fuerza?

Las condenas solo las deciden los juzgados, con arreglo a unas pruebas sin las cuales las sentencias de culpabilidad no son viables. Pero las reprobaciones públicas no necesitan de ese marco probatorio para tener sentido: basta con que las denuncias resulten verosímiles, estén rodeadas de testimonios confirmatorios y tengan como reacción del sospechoso un discurso casi autoincriminatorio.

Para los que dudan de la repugnancia que provoca este Vermut, autor de una obra maestra como Mantícora, que a la vez es una película abyecta, una sugerencia: piensen más en sus hijas, esposas y compañeras de trabajo. En los babosos, abusones y cerdos que, demasiado a menudo, han utilizado su posición jerárquica para tratarlas como una posesión sin voluntad.

Si solo piensan en los excesos del feminismo rancio, en Irene Montero y su tropa, en el aquelarre del «Me too» y en la caradura de algunas activistas de pega que luego despiden a actrices por quedarse embarazadas (¿verdad, Leticia Dolera?), no caerán en la cuenta de que existen muchos Carlos Vermut. Y no son pocos: en esa barra asquerosa, las borracheras de su brebaje son infinitas. Y ya toca que empiecen a pagar las rondas.

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