Ségolène como síntoma
Somos los campeones mundiales de la regulación y los abanderados de la lucha contra el cambio climático, pero estamos matando el campo, matando la industria y matando la innovación tecnológica
Los franceses, que son muy suyos, veneran el busto de una mujer, la Marianne, como el símbolo de su república. A lo largo de los años Marianne ha ido cambiando sus rasgos y tomando prestados los de la estrella francesa de más relumbrón en cada momento: Brigitte Bardot, Catherine Deneuve, Leticia Casta o Sophie Marceau. Afortunadamente, nosotros no tenemos esa costumbre, porque en la situación actual de rendición al independentismo catalán, nuestra Marianne particular acabaría siendo Mirian Nogueras, la pubilla de Puigdemont, enfundada en cueros negros y con la fusta preparada para someter a Pedro Sánchez a una nueva sesión de disciplina inglesa.
Pero volviendo a la Marianne original, la francesa, bien podría encarnarla hoy Ségolène Royal, esa reliquia del extinto socialismo galo. Sus ataques a los tomates españoles son un ejemplo de chauvinismo casposo, pero además asoman la patita de una mentalidad burocrática, decadente y alérgica a la competencia que Francia ha logrado contagiar al conjunto de la Unión Europea. Ségolène prefiere atacar a nuestros tomates en vez de reconocer que el problema del sector en Francia es una regulación aún más asfixiante que la dictada por las autoridades de Bruselas.
La Unión Europea es un logro extraordinario; somos afortunados de vivir en un espacio de seguridad y de bienestar único en el mundo. Pero la Unión Europa no está exenta de problemas ni de defectos y acaso el principal sea su insaciable ansia reguladora, acompañada de un voluntarismo bastante estúpido. Somos los campeones mundiales de la regulación y los abanderados de la lucha contra el cambio climático, pero estamos matando el campo, matando la industria y matando la innovación tecnológica. No hay más que asomarse al ranking de las principales empresas del mundo; hace muchos años que los europeos hemos desaparecido de las primeras posiciones.
Los agricultores europeos están sobrados de razones para protestar; no son una reliquia del pasado que se niega a morir, son el aldabonazo necesario para que los dirigentes europeos reflexionen sobre las consecuencias de su peligroso ensimismamiento en las fantasías de la corrección política. No puede ser que la única actividad en la que somos líderes sea en la de regular y asfixiar todas las demás. Y no debe ser que la única respuesta que se ofrezca a la protesta del sector sea más proteccionismo, como propugna el gobierno francés.
La solución nunca puede venir de levantar barreras comerciales, sino de aligerar la carga regulatoria para poder competir en pie de igualdad en los mercados. Nuestro sector agrario ha demostrado que es capaz de hacerlo a pesar del menosprecio cuando no la abierta hostilidad de este gobierno, desde su desidia ante los problemas hídricos hasta sus ataques al sector cárnico, pasando por una mala negociación de la PAC en Bruselas. Súmenle a ello la ley de bienestar animal para que las gallinas estén más confortables en sus jaulas, las regulaciones medioambientales de todo tipo, los impuestos al plástico, la limitación al uso de fertilizantes o productos fitosanitarios, la subida del salario mínimo o los asfixiantes trámites burocráticos y tendrán la radiografía completa de su malestar. El campo no necesita proteccionismo, está pidiendo libertad.