Chesterton y lo que tenemos aquí
Mientras muchos de nuestros «intelectuales» no se mojan ni con agua caliente por su país, aquel coloso inglés no eludía batalla en defensa de lo que pensaba
Me comentaba este sábado un apreciado lector que firma como Xabi –y es lástima que no se rubriquen todos los comentarios con los nombres y apellidos reales, pues la mayoría de las aportaciones son estupendas–que hace tiempo que no me ocupo de Chesterton. Me lo pone a huevo, porque me encanta el vitalista gigantón inglés, el rey de la paradoja; que fue periodista, novelista, apologista católico y un espíritu libérrimo, presto a chapotear en todos los charcos en defensa de sus ideas.
Gilbert Keith Chesterton era muy inteligente, muy despistado –se pasaba la vida perdiendo trenes–, muy original -a veces mataba el rato lanzando cuchillos a los árboles enormes de Hyde Park para ejercitar su puntería– y muy voraz: un literato de pinta, puro y pantagruélico yantar. Esas aficiones, siempre trufadas de sonoras carcajadas, lo llevaron pronto al cielo, con solo 62 años. Fue por un pinchazo de su gran corazón en un amanecer de junio allá en su hogar de Beaconsfield, a 38 km de su Londres natal. Le dio un risueño buenos días a la única mujer de su vida, Frances, y allí se quedó.
Chesterton tuvo la suerte de ahorrarse los horrores supremos del truculento siglo XX, porque se murió en 1936. Pero ya vislumbró el huevo de la serpiente y dio voces de alarma: «Si suprimes a Dios, el Gobierno se convertirá en Dios».
A pesar de su imagen campechana, pasó parte de su juventud sumido en la depresión, bailando sobre el acantilado del nihilismo. Lo sacó de esas sombras la fe católica, con una conversión progresiva que culminó con su bautismo ya cuarentón. Chesterton veía el catolicismo con la fe de la libertad, y también de la alegría. Con esa maravillosa armadura se lanzó a defender la dignidad de las personas. Galopó con el brío rebelde de su pluma contra la subcultura de la muerte, contra la admiración bobalicona hacia los plutócratas y el becerro de oro, contra la injusticia social, contra el declinar de la hermosura en las artes. Garrapateaba sus incontables artículos para el The Illustrated London News y el Daily News en las tabernas bulliciosas de Fleet Street, donde se reía solo de sus propias ocurrencias, y en los andenes de las estaciones de tren.
En política, no le gustaban ni el socialismo ni un conservadurismo inflexible: «Los progresistas se dedican a cometer errores y los conservadores, a evitar que se corrijan esos errores». Con su amiguete Hilaire Belloc intentó lanzar una tercera vía, que llamaron el «distributismo» y que de un modo más idealista que realista se nutría de los planteamientos comunales de los primeros cristianos.
Chesterton no era de los que nadan y guardan la ropa. «La imparcialidad es el nombre pomposo de la indiferencia, que es la denominación elegante de la ignorancia», advertía. A su juicio, «la tolerancia es la virtud de la gente que no cree en nada».
Me acuerdo de Chesterton ante el papelón de avestruz escondiendo la cabeza que están haciendo algunos intelectuales españoles de gran capacidad –a los que admiro– en esta hora dramática para su país. Nada tienen que decir en voz alta cuando el sistema de derechos y libertades está siendo erosionado por un experimento político arbitrario y aberrante. Leo, por ejemplo, en un diario gaditano una larguísima entrevista de dos páginas con el ejemplar filósofo del flequillo blondo. Habla de todo, posa en las fotos cual estrella pop de meditado gesto, pero ni una referencia a la amnistía o los pactos suicidas con los separatistas. Hay que evitar problemas, no te vayan a plantar en la hoguera de la «fachosfera». Similar es el caso del bravo Alatriste, un escritor sin duda valioso, muy valiente en apariencia, rondando incluso lo bronco, pero que cuando toca señalar directamente a Sánchez y su Gobierno mete el freno y se protege ampliando el espectro de la crítica. Y es que, amigo mío, al final hay que vender libros a derecha e izquierda.
Tristísimo ya es el caso del soldado de Salamina, que el pasado 19 de julio, a las puertas de las elecciones, publicó una tribuna en el periódico sanchista titulada «Por qué pienso votar a Pedro Sánchez». Allí pretextaba que el PSOE sigue representando a socialdemocracia, a su juicio lo mejor que se ha inventado, y que un Gobierno de la derecha pondría en riesgo la economía (no se rían que ya me río yo). A la vista de la calamidad creada por aquel al que apoyó, ahora cambia de idea, pero de aquella manera, diciendo que en adelante votará «en blanco» y haciendo el chistecillo de que lo mejor sería una «lotocracia» para elegir por sorteo a los presidentes. ¿Qué está haciendo en realidad ese excelente literato? Pues es evidente: arrugarse y escaquearse. No se atreve a entrar en el fondo de la cuestión y criticar como se merece a un político de tics autocráticos que se ha convertido en una amenaza para su propio país y su legalidad.
Hoy en España necesitaríamos muchos chestertons valientes dando la batalla desde la bancada de la cultura. Pero no abundan, porque la izquierda domina los ámbitos culturales y crece el miedo a ser señalado como disidente. Ya lo dijo el viejo Guerra: «El que se mueva no sale en la foto». Resulta muy revelador que el intelectual español de primerísima línea que con más fuerza ha defendido a España en los últimos años frente al disparate del separatismo xenófobo haya sido un maestro nacido en Arequipa (Perú): Mario Vargas Llosa.