O le echa la calle o tendremos dictador
A Sánchez solo le puede echar la calle, catalizadora de una oposición que debe ponerse ya, en serio, el cuchillo entre los dientes
Pedro Sánchez es un forajido con la placa de sheriff, comprada a otros forajidos a cambio de su impunidad. El uso de la ley para acabar con la ley solo es legal, en una democracia, cuando se respetan los procedimientos, perfectamente definidos en una Constitución: se puede defender la independencia de Cataluña o el País Vasco, como Junts o Bildu, como se puede reclamar la desaparición de las Comunidades Autónomas, como hizo en su día VOX.
Pero no se puede hacer de cualquier manera: la democracia es procedimiento, y solo conociendo y respetando éste pueden encajar las ideas y propuestas más disparatadas, aplicables sin embargo si logran el respaldo popular y parlamentario que prescriben las normas vigentes.
Sánchez se ha amparado en una mayoría insuficiente para, de facto, saltarse la Constitución, corrompiendo a siete diputados con una ley de impunidad a cambio de corromperse él con el botín de la Presidencia, en un saqueo obsceno del Estado de derecho.
Y lo ha hecho porque, por el camino correcto de la reforma constitucional para alojar en ella una amnistía hoy ilegal, no podría lograr su objetivo y no sería presidente: su primer fraude fue intentar conservar el poder con alianzas aritméticas carentes de un consenso constructivo en torno a un proyecto, sustituido por una negociación a oscuras en la que uno fijaba un impuesto revolucionario y el otro aceptaba el pago.
Y el segundo, abonar esa factura demoliendo la arquitectura institucional que le aúpa a él, a la que se debe y que fija por anticipado los límites y condiciones a sus movimientos: no se puede hacer lo que ha hecho Sánchez, en definitiva, si se acepta el marco democrático, de lo cual se deriva la certeza de que está dando un Golpe institucional para obtenerlo a cualquier precio.
A toda esta corrupción de la peor especie, que incorpora la imperiosa necesidad de recuperar el lenguaje y la táctica guerracivilista para tapar el hedor propio con una confrontación entre dos Españas resucitadas artificialmente, se le añade otra clásica, con una trama de socialistas beneficiados por socialistas con dinero público, contratos a dedo y rescates millonarios en la que aparecen al menos, con distintos papeles, cuatro ministros, dos presidentes autonómicos y la propia esposa del presidente.
Todo junto conforma un paisaje devastador de ataque a la democracia, saqueo de las arcas públicas y deseo de confrontación que nadie se había atrevido a impulsar, premeditadamente, desde el fin de la Guerra Civil: ni Franco, ni desde luego ningún presidente democrático hasta Zapatero, había osado cimentar su prosperidad en la demolición calculada de toda la hierba democrática, pisoteada como Atila cabalgando en su caballo.
Para que alguien se atreva a tanto hacen falta dos condiciones: tener el suficiente desparpajo para privatizar el poder por lo civil o lo militar y confiar en que la respuesta del resto sea controlable.
Y no debe serlo, siempre dentro de las anchas llanuras de la democracia: la oposición debe encadenarse al Congreso, a Bruselas y a cuantos juzgados tengan al frente a jueces decentes, sin miedo a procesar a un sátrapa, a su esposa, a sus socios y a sus ministros. Pero la calle también tiene una misión que no puede demorar.
O lo deja todo de lado y asume que éste es un momento histórico en el que todo el mundo tiene una responsabilidad, o el atraco se consumará e irá a peor: una vez llegados a este punto, o Sánchez evoluciona definitivamente a dictador, o la gente lo echa, armada masivamente de claveles frente a los rifles imaginarios de un francotirador sin escrúpulos. Y ya estamos tardando.