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Al bate y sin guanteZoé Valdés

Esa luz

Señalaron al tuntún como indican los guajiros: «Coge directo, camina, y en la primera mata distinta que encuentres, doblas a la derecha, la luz al fondo es tu campamento». Aprendí a orientarme midiendo los árboles por sus aspectos.

Actualizada 01:30

Años atrás todavía nos apedreaban a abuela y a mí al salir de la iglesia de La Merced o de la del Espíritu Santo, donde el Padre Gaztelu pedía que le pasara papel carbón por las canas, para quitarles el tinte amarillento del sol caribeño; en cambio, su melena se tornaba azulenca, reíamos y me leía sus poemas escritos en el Seminario San Carlos y San Ambrosio. Oía arrobada, enamorada de la cruz oculta en la penumbra. Casi nadie se atrevía a pisar los templos, las hordas comunistas acechaban. El Padre Gaztelu, la señorita Miriam y el Hermano Raúl –mientras cantábamos en el coro– insistían en que miráramos hacia esa luz imaginada, que convertía cada una de nuestras voces en florecidos misterios…

A los doce años, con mi abuela ya fallecida, de lo contrario no habría participado porque ella afirmaba que sólo lo haría por encima de su cadáver, asistí de forma obligada a la escuela al campo. Renunciar implicaba que más tarde no podría continuar los estudios universitarios; lo voluntario siempre fue obligado, a cambio del sacrificio mismo.

Separarme de mi madre, observarla correr detrás del bus que nos conducía hacia tierras lejanas y áridas, me partió el alma. Mamá sólo me tenía a mí, quedaba sola. Décadas más tarde escribí una novela sobre aquella horrible experiencia… Llegamos a aquel lúgubre lugar casi de madrugada, extenuadas, hambrientas, debimos instalarnos en un campamento que antes había sido una granja de presos; en unas literas de tosco tejido de yute con unas colchonetas manchadas y apestosas a sudor. Nos hicieron un llamado militar para aglutinarnos en el comedor, repartieron jarros con leche con sabor a carbón y un trozo de pan cundido de hilachas de soga. Algunas niñas espulgaban los hilos, yo tenía tanta hambre que me los comí.

Debíamos levantarnos a las 5 de la madrugada, al grito del «¡de pie!», hacían la 'requicia' militar, nos ordenaban dirigirnos en fila al comedor, al desayuno: un jarro de leche carbonizada y un trozo de pan con hilos de saco. Matutino con sus consignas y lemas, de ahí subíamos a las carretas que conducían por caminos pedregosos a los campos de papas, o de tabaco, o de cañas; de tanto traqueteo vomitábamos el desayuno hasta que nos adaptamos. En la caña fui aguatera, de los trabajos más peligrosos, sobre todo cuando tienes doce años, pesas menos que un comino; repartir el agua de surco en surco, entre las varas de cañas que hieren el rostro mientras los macheteros claman sedientos, a veces tus tobillos pasan al rente de un machete que si te adivina te corta un tendón, no era nada fácil…

Volvíamos más muertas que vivas, colas para el comedor, en la bandeja un cucharón con mermelada de guayaba aguada, arroz con gorgojos, el mismo pan con hilos de sacos, agua bomba del grifo. Diez minutos de reposo y hacia los campos, bajo un sol que le retraqueteaba el mango y freía el cráneo. Regresábamos tarde, embadurnadas de tierra y fango; tocaba baño en unas letrinas sin puertas, con una jefa de brigada que vigilaba, cinco minutos para el aseo, a veces tres. Debíamos otra vez desplazarnos en formación militar para cenar; mismo menú que en el almuerzo; si no tocaba sobrecumplimiento de metas podías ir a dormir, caías en la litera casi cadáver. En caso de lo contrario volvíamos al campo a trabajar a oscuras hasta las nueve. Todo así durante seis años de nuestras vidas, con mínima variación del menú.

En una de esas idas al surco una carreta volcó, yo iba en ella, salí intacta, pero la rueda izquierda de la carreta le pasó por encima a la altura de la cintura a una de las niñas, la que siempre se ponía a cantar primero que nadie. Le encantaba Nino Bravo. Como que, milagrosamente fui la única sin un rasguño, pidieron que la acompañara en otra carreta al ‘hospitalito’ del pueblo, otro tugurio… Murió, mientras yo esperaba afuera, temblorosa, rezando. Mi segunda muerte, pero ahora sin mi madre, en medio de un campo teñido de una oscuridad igual a la del ojo de un caballo en un filme soviético. Me informaron que podía irme, que se encargarían del papeleo, y de avisar a sus padres que en algún lejano apartamento habanero se inquietaban por su hija sin conocer la desgracia acaecida. Añadieron que no tenían transporte en aquel momento, debía regresar 'solapeá'.

Señalaron al tuntún como indican los guajiros: «Coge directo, camina, y en la primera mata distinta que encuentres, doblas a la derecha, la luz al fondo es tu campamento». Aprendí a orientarme midiendo los árboles por sus aspectos.

Si el día en Cuba es enceguecedor, la noche rural es un manto negro; iba a tientas, me caía, me volvía a levantar, lloraba la muerte de esa niña. Después de avanzar bastante, encontré el árbol. Doblé hacia allí, no advertí ninguna luz que anunciara al campamento. El árbol frondoso, único en altura en aquel monte, me cobijó, jeremiquiaba cansada; desde la muerte de mi abuela no me dolía tanto todo. Pensé que moriría, al rato el cielo azuló electrizante como el pelo del Padre Gaztelu, una luz parecida a una estrella parpadeó. Seguí su trazado… No sé cómo hallé el campamento. Esa luz jamás me ha abandonado, ¿el alma de abuela, el espíritu de la niña, mi imaginación? ¿Dios?

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