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04 de mayo de 2024

Perro come perroAntonio R. Naranjo

Sí, que se vayan de España

La renuncia del PSOE a entenderse con el PP y su entrega al separatismo secuestra a España y obliga ya a pensar en dejarles marchar para salvarnos

Actualizada 01:30

España reinició en 2018, con la llegada de Pedro Sánchez a La Moncloa por el procedimiento de un butronero, el «procés» estrenado en 2004 por Rodríguez Zapatero tras llegar al poder impulsado por un brutal atentado terrorista: aliarse con el nacionalpopulismo, que es la mezcla de Podemos y Bildu y todas las marcas similares en el País Vasco y Cataluña, para perpetuarse en el poder al precio insoportable de cambiar el régimen democrático por la puerta de atrás.
Las elecciones vascas, como las catalanas dentro de unos días, no son más que la concreción de ese proyecto, como antes lo fueron las generales del verano pasado: el pacto sombrío entre unos partidos que logran la independencia sin necesidad de abandonar el Estado y el de un dirigente, Pedro Sánchez, que se perpetúa en la Presidencia sin necesidad de ganar en las urnas ni tener un proyecto nacional presentable.
El horror moral, ético, estético y jurídico que provoca el éxito de Bildu, celebrado públicamente por Arnaldo Otegi con cánticos proetarras y a la vera del último jefe de ETA, David Pla; no solo anticipa el futuro político del País Vasco: también perfecciona la demolición del modelo constitucional español ya en marcha y a pleno rendimiento.
Porque o no nos damos cuenta o no queremos darnos cuenta de que el fin último de lo que hemos venido a llamar «sanchismo» es la perpetuación de Sánchez, mediante una doble estrategia que haga simplemente inviable la alternativa democrática.
De un lado, se aceptan e impulsan las alianzas socialistas con partidos a los que debería combatir, pagando la factura correspondiente en términos de independencia, impunidad penal, privilegio económico y voracidad competencial.
Y de otro, se proscribe el entendimiento con el principal partido de la oposición, con quien conforma la única mayoría social probable en España para los grandes asuntos del Estado, y se criminalizan a la vez las potenciales alianzas de éste con otro actor, que es VOX, generando un muro o un cordón sanitario cuya consecuencia es, simplemente, acabar con la alternancia y proscribir los grandes consensos.
Si a esa ruptura política se le añade el tono guerracivilista y la recreación de un régimen clientelar para garantizarse un apreciable voto cautivo, la conclusión es evidente: Sánchez trabaja para conceder al separatismo su gran objetivo, en una fórmula compatible al menos temporalmente con su permanencia técnica al objeto de lograr de ellos el apoyo aritmético imprescindible para compensar el desprecio electoral de la España convencional.
El plan falla al medio plazo porque no entiende que el independentismo no se conformará con una fórmula incompleta de ruptura, pero al corto funciona porque es consciente de que solo puede alcanzar la meta absoluta si antes prepara a las instituciones, a la ciudadanía, al ordenamiento jurídico y hasta a Europa para llegar a la meta por inercia, con todo el proyecto culminado a falta de un reconocimiento pleno nominal.
Pero en ese tiempo también habrá encontrado Sánchez, probablemente, la fórmula para sobrevivir sin sus muletas, tal vez adaptando los poderes del Estado, las leyes y a una parte no desdeñable de la sociedad para una suerte de régimen autoritario justificado en la necesidad de frenar, como sea, la involución que encarnan sus rivales, los medios críticos, los poderes independientes y la disidencia democrática en general.
España, en fin, está secuestrada por una coalición de malhechores que han encontrado la fórmula perfecta para avanzar en sus respectivos planes sin demasiada resistencia, toda vez que las únicas reales y eficaces han sido desechadas por el PSOE: entenderse con el PP para liberar la cohesión nacional de la extorsión de una minoría, modificar la Ley Electoral para evitar que 300.000 votos decidan quién y cómo gobierna en todo el país o proceder a la ilegalización de quienes no acepten el orden constitucional.
Llegados a este punto, solo parece haber una solución, que al menos debe ser objeto de reflexión valiente y práctica: si solo puede haber en España el Gobierno que decidan Otegi y Puigdemont porque el beneficiario de esa
decisión está dispuesto a aceptarla, quizá haya llegado el momento de dejarles marchar. Que paguen la cuenta y se vayan, sí.
Que elijan en qué convierten Cataluña y el País Vasco, con la complicidad bochornosa de sus electores, es ya su problema. Pero que además lo hagan maniatando al resto de España, convertida en el vulgar rehén de un pacto mafioso entre delincuentes y un presidente sin escrúpulos, es el nuestro.
Posdata. El dilema moral siempre fue si, por librarnos del separatismo y ahora también del sanchismo, teníamos derecho a olvidarnos de los vascos y catalanes que no están en esa línea. Pero eso lo han resuelto ellos, por acción u omisión, relevándonos de toda obligación de resistencia: en el País Vasco, siete de cada diez votantes han optado por los independentistas. Y en Cataluña el resultado no será muy distinto. Es lo que quieren y, si no es así, lo han permitido. Ya estamos, pues, legitimados para olvidarnos de ellos.
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