Taylor Swift para llenar iglesias
Hay que ser bastante espeso para considerar que el mensaje de Jesucristo no es suficiente reclamo y ponerte a recurrir al gancho de la cantante de moda
Les voy a contar un secreto, una gran exclusiva que no podrán leer en ningún sitio: Taylor Swift no es ninguna maravilla.
Se trata de una buena cantante pop, en efecto. Y ahí se queda. Sí, ya sé que a finales de mes va a petar dos noches seguidas el Bernabéu, con algunas entradas que se están vendiendo a 700 euros, un auténtico facazo. Ya sé que a sus 34 años protagoniza las giras que más facturan y que es lo más escuchado en streaming. Ya sé que la sitúan en las listas de las mujeres más influyentes del planeta y llegan a decir que su decantación política influirá en las elecciones de este año en Estados Unidos. Pero insisto: es solo una buena artista, no la maravilla que nos han logrado vender.
El volumen de mi colección de discos amenaza de cuando en vez la placidez de mi matrimonio. No existen muchas cosas que me gusten más que la música. Y hay cantantes variadas que me fascinan. En mi altar siempre destaca la superdotada Aretha Franklin, que haría magia hasta entonando el prospecto de una caja de aspirinas. Me agrada escuchar la voz folclórica de Natalie Merchant, o a la curiosa griega Elefthería Arvanitáki, o vozarrones operísticos como el de la Gheorghiu… Me parece que también posee una voz magnífica Beyoncé, que además hace un esfuerzo constante por explorar y no estancarse. Pero veo lejos de ellas a Taylor S., con su pop agradable, su carilla bonita de perfecta Barbie «progresista», su voz limitada y sus historias de novios a los que ha ido dejando en la cuneta (siempre trufadas con algún «fuck» que pretende rompedor y que no deja de ser la más convencional de las muletillas).
En resumen: escucho con agrado a Taylor Swift si suena en el hilo musical del súper, pero no me interesa. Aunque puedo estar perfectamente equivocado, por supuesto. Una vez, entrevistando a Ryan Adams, me soltó que «Taylor es el Shakespeare de nuestro tiempo». Pero el bueno de Ryan gasta una bien labrada fama de locuelo.
Viene lo anterior a que en una iglesia protestante de la ciudad alemana de Heidelberg anuncian un oficio religioso con canciones de Taylor Swift. Subiéndose a la espuma de esa moda aspiran a captar feligreses jóvenes.
Vemos a esos clérigos luteranos un tanto en la berza, pues teniendo la misión de ofertar el más extraordinario e importante mensaje de la historia, el de Jesucristo, consideran que no basta para llamar al público y que es menester recurrir a la muleta de Taylor Swift para lograr difundirlo.
Los intentos de añadir reclamos accesorios a las iglesias cristianas casi siempre acaban pinchando. La Iglesia de Inglaterra abrió cafés en los atrios de algunos de sus templos y en ciertos oficios te invitan incluso a un vinillo blanco al acabar. Por supuesto emprendieron también una «modernización» para ir plegándose a los mantras de la corrección política (ya saben, el catecismo ecologista-feminista-LGTB). El resultado ha sido una espantada de fieles en sus templos, porque los cristianos no buscan pastores que les den la turra política, ni pompas de jabón coyunturales. Lo que necesitan es que les alimenten el alma, y más en un tiempo de histeria digital colectiva donde nos faltan asideros. Clérigos que nos acerquen a Dios para que anime nuestras vidas, acciones y esperanzas.
A veces en las iglesias cristianas de Occidente empieza a desoírse aquella clara máxima de Jesús: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Se echa en falta más espiritualidad y menos hincapié en las cuestiones mundanas. A las iglesias se acude para escuchar el siempre vigente mensaje de Jesús, no las canciones de Taylor Swift, o sermones de entraña política.
Cuando se acerque el telón que cerrará nuestras vidas llegarán las últimas preguntas, con el inevitable vértigo que las acompaña. Y en ese trance nada nos dirá el ídolo pop que esté de moda ese año, o las efímeras digresiones políticas, porque el único consuelo y perdón solo nos lo podrá ofrecer Dios. O Él, o un aterrador vacío. No habrá más elección. Las homilías tipo Agenda 2030 no son el sentido último de la vida y sobran en los púlpitos.