Paul Auster, perplejo ante el azar
Sin Dios, el novelista neoyorquino veía la vida como una especie de juego de lotería, muchas veces macabro
Paul Auster, el novelista neoyorquino que se acaba de morir a los 77 años en su casa de Brooklyn por un cáncer de pulmón, escribió todos sus estupendos libros, que más o menos eran siempre el mismo, perplejo ante los mazazos y travesuras del azar. Un hecho inesperado puede dejar una muesca indeleble en una biografía. Es el absurdo de vivir, que se agudiza si como en su caso no se cree en Dios.
La extrañeza de la propia existencia cayó sobre la vida de Paul como un relámpago. Literalmente. Tenía 14 años y se encontraba en un campamento de verano en un bosque cuando comenzó una tormenta eléctrica. Los chavales corrieron rumbo a un claro, que estaba al otro lado de una alambrada. Un rayo cayó sobre el chico que la cruzaba delante de él y lo mató al instante. Paul custodió el cadáver casi una hora, hasta que llegaron los auxilios. Aseguraba que no había pasado ni un día sin recordarlo.
Las rarezas que marcaron la literatura de Paul Auster comenzaron antes de que él naciese, en una familia de judíos austríacos que habían emigrando a Newark (New Jersey) ante el acoso nazi. EI padre del novelista tenía seis años cuando su madre mató a su progenitor a tiros en la cocina de casa. Ese trauma le nubló la psique para siempre y Paul nunca acabó de entenderse con él.
No todos los guiños del azar fueron negativos. Atribuía su vocación literaria al hecho de no tener a mano un lápiz cuando con ocho años acudió al béisbol con sus padres y se quedó por ello sin el autógrafo de uno de sus ídolos. A partir de ahí decidió deambular siempre con un lápiz en el bolsillo, «y si lo llevas hay muchas posibilidades de que un día te veas tentado de utilizarlo». La segunda chiripa que ayudó a convertirlo en escritor llegó cuando un tío suyo erudito decidió largarse a Italia, dejando abandonada en casa del niño Paul una excelente biblioteca, que se engulliría de cabo a rabo.
El destino todavía le haría un tercer favor, aunque trágico, o con un punto tragicómico. Tras unos años de andanzas por Francia, Auster retornó a Nueva York dispuesto a vivir de la pluma. Pero el éxito lo esquivaba. Pasaba estrecheces cuando su padre, un agente inmobiliario que había juntado un buen dinero, murió súbitamente haciendo el amor con su última amante. Con el colchón de la herencia pudo concentrarse calma en la literatura.
Paul Auster era, como Woody Allen, más bien un fenómeno europeo que un profeta en su tierra. Aquí se le veía como epítome del rollito cultureta chic. Allá, no tanto… Recuerdo que en un periódico enviamos a un periodista a entrevistarlo en sus pagos de Brooklyn. El redactor contaba sorprendido que en el vecindario pocos sabían que el tal Auster, aquel tipo de los profundos ojos saltones, era un sonado escritor.
He leído varias novelas suyas, aunque confieso que solo he acabado dos, porque me parece que su auténtico fuerte son los títulos y las primeras páginas. Por ejemplo, el inicio de «Mr. Vértigo», de 1994, te deja boquiabierto. En los Estados Unidos de la Depresión, una especie de mago, el maestro Yehudi, le dice a Walt, un huérfano de nueve años: «Si vienes conmigo te enseñaré a volar. Si cuando cumplas 13 años no lo he conseguido, me cortarás la cabeza con un hacha». Imposible no seguir leyendo para ver cómo acaba. Pero creo que a Auster, aún siendo muy bueno, se le atragantaban las novelas a medio camino y no llegaban a cumplir las promesas de sus deslumbrantes comienzos. Derivó en una especie de novelista de fórmula. Como casi todo el mundo, al final siempre acababa hablando de sí mismo. Por eso, aun admirándolo, dejé de leerlo. Ahora volveré a echarle un ojo. No así a sus ideas políticas, un compendio de clichés de la izquierda regañona.
Paul Auster era un loco del cine y con humildad reconocía que las películas lo habían enseñado a escribir. En su altar tenía a Billy Wilder, otro judío austríaco, que tras perder a su madre en Auschwitz emigró a EE. UU. y acabó coronado como el rey de la comedia. Bajo su máscara facial lúgubre, el novelista poseía una carcajada contagiosa. Era de uno de esos tipos que se ríen de manera incontenible de sus propios chistes. Uno de sus favoritos era de Wilder. Al cumplir 90 años, el cineasta había recibido un gran homenaje de la crema de Hollywood. El dorado salón aguardaba expectante el discurso del gran maestro. Wilder subió a la tribuna, y con aquel inglés gutural del alemán que conservó toda su vida, solo contó lo siguiente: «Un hombre va al médico y le dice ansioso: ‘Doctor, ¡ya no puedo mear!’. El médico le pregunta qué edad tiene. El hombre responde que 90. El doctor le dice: ‘Está todo bien. Ya has meado lo suficiente’». Y mientras el público se carcajeaba, Wilder hizo mutis por un lateral y se largó a su casa.
Los padres de Auster no eran muy creyentes. Él fue a la sinagoga hasta los 14 años, cuando perdió la fe. El argumento más recurrente de los ateos es el del silencio de Dios. Si existe, ¿cómo puede permitir tantas barbaridades?, ¿cómo pudo tolerar Auschwitz? Esa objeción olvida que Dios respeta nuestra libertad, es un padre y un redentor, no un tirano. En el caso de Auster, basaba su ateísmo en que no entraba en su cabeza que una sola mano hubiese compuesto el universo y en las matanzas que la religión había provocado a lo largo de la historia. Pero en todos sus libros aletea un algo más, se cuela una esquinada espiritualidad.
Confiamos en que el novelista de las sorpresas se haya topado con la última y esté lápiz en mano en los vergeles de Dios. El sabio Pascal recomendaba apostar siempre por Él, porque si ganas, lo ganas todo; pero si apuestas contra Él, nada tienes y nada podrás ganar.
En resumen: un alivio descansar un poco de Sánchez, charlar de mundos más interesantes.