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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Hacerse del Real Madrid

Si los españoles funcionásemos en todos los ámbitos como el club que preside Florentino y entrena Ancelotti seríamos la leche

Actualizada 13:07

Dicen que no existe lealtad más imborrable que aquella que contraes en la infancia con un equipo de fútbol. Te haces hincha de un club en edad temprana, a veces sin saber bien por qué, y sigues enganchado de por vida. En España, hasta hace un par de lustros, te enfrentabas de crío a la primera gran elección de tu vida: Madrid o Barcelona.

De niño yo era del Dépor, el equipo de mi lluvioso córner atlántico natal (y lo sigo siendo de viejo). Pero se pasaba la vida en Segunda, o de equipo ascensor. Así que el 13 de agosto de 1973, cuando un holandés enjuto con pinta de astro de rock, Johan Cruyff, fichó por el Barcelona por 60 millones de pesetas, me hice del Barça a mis nueve años. Imagino que me influyó también el hecho de que mi padre, antimadridista hasta la caricatura, tenía esas simpatías. Admirador de la democracia inglesa y partidario de que Franco se fuese jubilando, él compraba aquel lugar común de la izquierda que sostenía que el Madrid era «el equipo de régimen». Como tantos otros prefería soslayar la realidad: el Barcelona concedió su medalla de oro a Franco con un pelotilleo contumaz, compulsivo, pues se la otorgó en 1951, 1971 y 1974, las dos últimas con visita expresa al palacio del Pardo para rendir pleitesía.

Pero del Barça acabaron echándome a patadas, hasta el extremo de que lo que había sido simpatía derivó en algo parecido a la aversión. Hubo un momento en que me tuve que hacer la pregunta que todo barcelonista español de fuera de Cataluña acaba haciéndose si no está ciego: ¿Qué hago siguiendo a un club que le tiene ojeriza a mi país, España, y apoya taimadamente al independentismo? Es un proceso paralelo al que nos ha sucedido a tantísimos españoles con Cataluña: pasamos de admirarla por representar nuestra vanguardia de modernidad a verla como una región cargante, donde nos ponen a parir, viven lastrados por un victimismo estéril y están perdiendo brillo aceleradamente por el ensimismamiento xenófobo del separatismo. Ojalá vuelvan pronto. Los esperamos con los brazos abiertos.

Los niños españoles de ahora tienen su elección futbolera más fácil que antaño: ¿De qué equipo vas a ser? Pues del Real Madrid. O como corean sus hinchas, «¿cómo no te voy a querer?». ¿Quién no desea sumarse a la parroquia del mejor club del mundo? Mientras el Barça untaba a los árbitros vía Negreira, se sumaba al lacito amarillo, se desfondaba económicamente y el Nou Camp se caía a cachos; resulta que el Real Madrid iniciaba su segunda edad de oro. Lo hacía de la mano de Florentino Pérez Rodríguez, un inteligente ingeniero y empresario de 77 años, de aspecto aburrido, que siempre viste igual, siempre habla igual y casi siempre gana la Copa de Europa. Con el mérito añadido de que hoy el fútbol se ha convertido en una fiera liza de empresas híper profesionalizadas, cuya competencia está en cierto modo adulterada por la entrada de jeques que nadan en petrodólares. Pero aun así, el Real Madrid sigue ganando y continúa siendo propiedad de sus socios.

Tuve un jefe que detestaba a Florentino y nos presionaba para que su obsesión se dejase ver en nuestros escritos. Al hombre ya lo han echado tras pinchar en sus resultados mientras que su némesis sigue acumulando títulos. El Real Madrid ha logrado convertir su deuda en beneficios, ha levantado una llamativa ciudad deportiva en Valdebebas y ha convertido el Bernabéu en un platillo volante de otra galaxia que ha aterrizado en La Castellana. Además, Florentino ha tenido la inteligencia de ir soltando lastre a tiempo, por ejemplo con Cristiano y Benzema. Cuando se fue el francés se acumularon los lamentos: «¿Quién va a marcar ahora los goles? Hay que fichar ya un gran delantero, estamos cojos», apuntaban los catedráticos de tasca. Pero Flo y su calmoso entrenador italiano aguantaron, y parece que tenían razón.

El Real Madrid se ha convertido en un ejemplo de cómo hacer las cosas bien, incluso en su respeto a las tradiciones, como mostró ayer yéndose con su Copa a la catedral de la Almudena nada más aterrizar de Londres para ofrendarla a la Virgen. Si los españoles funcionásemos en todos los ámbitos como ese club, el número uno, seríamos la coña en verso.

No, no he cambiado de sentimiento y calculo que moriré con él: sigo siendo del Dépor. Pero ante veladas como la del sábado en Londres confieso que me asalta una seria tentación de cambiar de chaqueta, porque me gusta Madrid, por lo que representa –cabezas abiertas–, y me gusta el Real Madrid por lo que hace: trabajar, cumplir y ganar.

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