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TribunaRoberto Esteban Duque

La consumación del cisma de Belorado

Las clarisas cismáticas asumen una libertad ilimitada, sin certidumbres, víctimas de un orgullo desmedido donde sólo espera una carga muy pesada

Actualizada 01:30

En la novela 'Padres e hijos', Turguénev expresa brevemente los principios del nihilismo: «nosotros no reconocemos las autoridades, actuamos en función de lo que consideramos útil y, puesto que en el momento actual lo más útil es negar, negamos». En ese negar todo, quedaba incluida la religión ortodoxa oficial.

En semejantes términos, las cismáticas de Belorado expresan con determinación su abandono de lo que denominan la «iglesia conciliar». En su ulterior comunicado, cumplida la inopinada y absurda prórroga solicitada al comisario pontificio y arzobispo de Burgos, Mario Iceta, las clarisas niegan cualquier capacidad del tribunal eclesiástico o autoridad de la Iglesia para imponer «la farsa de la excomunión por quienes no son obispos, ni válidos, ni legítimos, ni tienen poder sobre las almas».

No debería extrañar ni impresionarnos la negación absoluta de las vidas o de la propia historia de estas monjas; el soberano desprecio ulteriormente mantenido hacia los ungidos de Dios, que ofrecían la oportunidad del regreso ante la caída y ahora son guillotinados; la falta de escrúpulos de unas religiosas iluminadas por un nuevo catecismo y por la doctrina de dos personajes esperpénticos que les están llevando, con pleno consentimiento, a elecciones morales erróneas de las que son responsables y ante las que deberán dar razón si no quieren ganarse un cierto derecho al deshonor y a la deshonra moral.

No causa ninguna extrañeza la ruptura por la secuencia de despropósitos acumulados y por los síntomas nihilistas mantenidos desde que manifestaran públicamente la crisis de sentido y pertenencia sobrevenida en la comunidad. Pero, sobre todo, porque las personas y las comunidades son impredecibles al ser libres, y cualquier intento de restringir su libertad causaría más daños que beneficios.

Sin embargo, las clarisas cismáticas asumen una libertad ilimitada, sin certidumbres, víctimas de un orgullo desmedido donde sólo espera una carga muy pesada. Decía Glucksmann que «el europeo vive sin Dios, y es obligado a constatar que vive bien. Pero también vive como si el mal no existiera, y corre peligro de acabar mal». Con Ivan Karamázov queda claro que la libertad que se convierte en arbitrariedad y autoafirmación degenera en la negación misma de la libertad y conduce al despotismo, a la desgracia del individuo y la extinción de comunidades.

Frente a André Glucksman, para quien el dedo acusador señala al mal generalizado que radica en el «otro», Dostoievski llamará la atención sobre el hecho de que «cada uno de nosotros es culpable de todo ante todos», «cada uno de nosotros es culpable por todo en la tierra, sin duda alguna, no sólo de la culpa general de la humanidad, sino por todos y por cada uno de los hombres en particular, en esta tierra». El mismo autor ruso, sobre quien recae la leyenda negra que lo pinta parricida edípico, hipócrita o violador de menores, se creía culpable y potencialmente capaz de todo aquello que podían perpetuar sus personajes. Conviene ahora a todos reflexionar, de modo especial a los que formamos la asamblea de la totalidad del Cuerpo de Cristo, trascendiendo cualquier interés particular, sobre la parte de responsabilidad en la escisión voluntaria de estos miembros, en la consumación del cisma de la comunidad de Belorado.

  • Roberto Esteban Duque es sacerdote
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