La plaza bloqueada
El caso de Santa Begoña de la Humildad ha sido diferente. Toda una plaza bloqueada, el público curioso a muchos metros de distancia y la Santa imputada entrando por los garajes para esconderla de miradas y comentarios
A los turistas en Madrid no les interesa perder el tiempo visitando la Plaza de Castilla. Se trata de una plaza fea. Le sucede lo que a las mujeres inglesas, según el gran Julio Camba, « la más pura y elegante inteligencia de España» para Ortega y Gasset. Afirmaba Camba que «cuando una mujer inglesa se pone a ser fea, da miedo. Es fea de un modo rotundo, fundamental y definitivo, y constituye una fealdad perfecta». Mucho de inglesa fea tiene la Plaza de Castilla, pero lo disimula por el bullicio y la circulación. En su centro, imponía el monumento a Calvo-Sotelo, pero empequeñeció cuando Alberto Ruiz-Gallardón le obligó a cohabitar con una horrorosa aguja de Calatrava, probablemente influido por su concejal de las Artes Alicia Moreno, que no era fea, todo lo contrario, pero sí protagonista de muchas tonterías. Sin duda, lo más feo de la Plaza de Castilla, además de las torres inclinadas, es el edificio de los Juzgados. El conductor bastante tiene con manejar el volante con eficacia para bajar por La Castellana, un paseo grandioso, y no se fija en los Juzgados, lo mismo que el viandante, que siempre deambula por la plaza fea de pasada, porque restar allí es un petardo. Pero la plaza, sin coches y sin gente, desnuda su fealdad. Y hoy, mientras escribo, la Plaza de Castilla está en pelotas porque ha sido tomada por las Fuerzas de Orden Público para evitar que la Juana del Arco del socialismo, que pasará a la Historia como Santa Begoña de la Humildad, sea vista y recriminada por el derechismo ciudadano. Plaza bloqueada, puerta de los garajes abierta, y la imputada citada por el juez, mimada y alejada del mundanal ruido.
Reinando en España Don Juan Carlos I, su hija la Infanta Cristina tuvo que comparecer ante un juez que posteriormente se reconoció podemita. Y lo hizo dando la cara y enfrentándose con una sonrisa a la prensa y la «pena del Telediario». Y lo mismo Mariano Rajoy, que acudió al Tribunal Supremo a declarar por la presión del PSOE por un caso de corrupción de su partido, el PP, y lo hizo a pecho descubierto y permitiendo que la libertad ciudadana deambulara sin problemas por la calle del Marqués de la Ensenada y la Plaza de París. El caso de Santa Begoña de la Humildad ha sido diferente. Toda una plaza bloqueada, el público curioso a muchos metros de distancia y la Santa imputada entrando por los garajes para esconderla de miradas y comentarios. Para mí –sigo escribiendo mientras ella declara–, que al final, el imputado y detenido va a terminar siendo el juez.
La entrada en los Juzgados de los citados a declarar como investigados, procesados o en condición de testigos, resulta harto engorrosa. Hay que atravesar el umbral que detecta con un pitido la presencia de metales. Depositar el bolso en la cinta rodante vigilada por un agente de la autoridad. En caso de dudas, vaciar el bolso en su presencia. Mostrar el DNI y acceder, al fin, al amplio recibidor, donde se tiene que hacer turno de espera para tomar el ascensor. Santa Begoña de la Humildad, por santa y humilde que sea, es como todos los que van al Juzgado, es decir, una persona sin privilegios institucionales y oficiales. Ser la mujer de, como ser el marido de, no justifica que una plaza y un edificio judicial sean bloqueados por órdenes de Marlasca. Si hay que hacer cola, se hace cola. Si hay que aguardar el turno, se aguarda el turno. Y si hay que entrar y salir por la puerta principal como todos los citados, se entra y se sale por la puerta principal, con periodistas a la espera o sin periodistas, por muy esposa que sea del presidente del Gobierno.
Y para colmo, eso, la fealdad de una plaza que disimula su espanto estético con la normal aglomeración de coches, autobuses y viandantes.
Sigue declarando.