España sale del armario
No se puede trocear España en el Constitucional o en Waterloo y luego aplaudir desde el palco a Nico y compañía
No pocos bobos de solemnidad han pretendido convertir la victoria de España en la Eurocopa en una demostración de las bondades de recibir a menas y batir el récord de llegada de inmigrantes en situación irregular, lo que ya en sí mismo es un desprecio a Nico Williams y Yamine Lamal, que tienen poco de menores no acompañados y de tripulantes de una patera.
Tomar la parte por el todo es tan absurdo cuando se pretende idealizar un fenómeno horrible, como lo es todo éxodo que te arranca de tu espacio familiar y cultural habitual, como cuando se aspira a lo contrario: presentar a todos los inmigrantes, y no digamos ya si son menas, como peligrosos delincuentes a punto de violar, robar y matar a todo lo que se mueva.
Nico y Yamine se representan a sí mismos y a España, que siempre fue tierra de inmigrantes y de emigrantes y sabe bien una lección que ningún mantra político puede enterrar: las cosas hay que hacerlas con orden. Por los que vienen y por los que están. Hasta un niño de cinco años lo entendería.
Si la metáfora multicultural embarranca a las primeras de cambio, la política sin embargo sí procede: cuando ciertos políticos sacan sus zarpas y dejan de zarandear la idea de España, sometida a burdos cambalaches con minorías extorsionadoras, se impone con espontánea rotundidad un sentimiento nacional en cada rincón del país, incluidos esos guetos nacionalistas que intentan ponerle puertas al campo.
La abrumadora ceremonia de salida del armario que millones de españoles protagonizan cuando la Selección juega y gana es la prueba definitiva de hasta qué punto se castra ese impulso natural por las necesidades políticas del Pedro Sánchez de turno, cuya alegría deportiva es incompatible con su pulsión anticonstitucional.
No se puede estar en el palco aplaudiendo a España y luego troceándola en el Constitucional, en Waterloo, en Suiza o en Ermua, sacrificando a la abrumadora afición nacional por negocietes y apaños perpetrados en compañía de la grada contraria, llena de ultras como Puigdemont, Otegi o Marta Rovira, la histérica retornada entre bravatas y amenazas.
España lleva jugando toda la vida con tipos como Chicho Sibilio, Donato o Senna, y convive pacíficamente en sus ciudades con amplísimas comunidades de extranjeros laboriosos y con una aspiración tan razonable como obtener una recompensa a su esfuerzo. Como todo quisque.
Ése nunca ha sido el problema: sí lo es provocar un absurdo efecto llamada que desborda la capacidad objetiva de acogimiento y destroza los planes de los recién llegados, abocados a una vida miserable en tantos casos de la que alguno se intentará zafar echándose a las calles con intenciones perversas. La humanidad no es abrir la puerta; lo es evitar que nadie se ahogue en el mar y gestionar los flujos migratorios con la solvencia imprescindible para facilitar una integración auténtica.
Y la españolidad no es un constructo artificial incrustado a la fuerza en un compendio de leyes y normas llamado Constitución, sino la consecuencia de ser de un lugar con sus códigos, costumbres, recuerdos, culturas, idioma, acervo y ancestros.
Qué bueno que un equipo de fútbol simbolice todo eso entre sonrisas, sudores y bailes. Pero qué malo que el resto del tiempo estemos en manos de políticos que esconden la bandera emocional para lograr siete votos y dedican más tiempo a alimentar naciones periféricas ficticias que a cuidar la que tienen delante de sus narices.