Yolanda no quiere selfis con «la gente»
O cómo un pequeño detalle delata el talante real de una política que va de estupenda y ya no engaña ni a su parroquia
La primera vez que tuve en la mano un teléfono móvil todavía suponían una rareza. No era mío, claro. Me lo había prestado mi periódico para un reportaje. Se trataba de acompañar en tren desde La Coruña hasta Barcelona a la hinchada del Dépor de Arsenio, que viajaba al Nou Camp. Esa ruta entonces duraba media vida. Entre el pasaje había tranquilos aficionados y también una peña hooligan no tan serena. Así que ante la novedad del preciado móvil, la Policía me ubicó en un vagón que consideraban más seguro, no fuese a ser que alguien me lo guindase.
Hoy el móvil es una más de nuestras extremidades, el más vulgar de los artilugios. La mayoría de los que llegan en las pateras dejan atrás un pasado de miseria, sin duda. Pero siempre me sorprende que algunos de los que arriban a España en cayucos, supuestamente huyendo de la extrema pobreza, son bastante más altos y robustos que yo y llevan un teléfono móvil (lo cual quiere decir, entre otras cosas, que pagan línea y datos para comunicarse con los suyos). Hoy tienen un móvil hasta muchos niños de doce años; gracias, por supuesto, a los propios padres que se escandalizan de que lo tengan.
La extensión masiva de los móviles, con su menajería instantánea y la posibilidad de tirar al instante una foto o un vídeo, le ha dado un mordisco a la privacidad, en especial a la de las personas populares. Los famosos se ven vigilados en todo momento por el ojo fisgón de la gente. Han de cuidar su comportamiento más que antes, pues ahora todo se ve y todo se sabe (creo que por desgracia).
Díaz Pérez, nuestra vicepresidenta segunda, de 53 años y nacida en los aledaños de Ferrol, ha labrado su imagen pública –ya bastante arruinada– yendo de súper-mega-guay. Ante las cámaras se muestra más pegajosa que el Loctite Súper Glue de fuerza suprema. Soba todo lo que se mueve, repartiendo besos y abrazos de manera nerviosa, siempre con una sonrisa enorme, casi una carcajada de dicha. El vídeo de su masaje a Lula en su investidura es de colección. Al veterano brasileño se le veía pasmado y agobiado ante aquella especie de pulpo con mechas que se le venía encima y no paraba de toquetearlo.
La puesta en escena del yolandismo se completa con un vestuario más variado que las alineaciones de la seleccionadora Montse Tomé y con una vocecilla que pretende entrañable y didáctica, pero que se queda más bien entre ñoña y empalagosa.
En resumen: la vicepresidenta segunda va de solidaria, entrañable, accesible, próxima, cordial, guay y súper-chachi. ¿Y cómo es en realidad?
Pues en la era de los móviles todo se sabe, no hay escapatoria. Yolanda descansa estos días en Bayona, excelente destino, por cierto (¡esa puesta de sol en Oia!). Allí se ha dejado ver pavoneándose en un figón clásico de Sabarís y también ha ocurrido lo que ha contado Ana Mellado en este periódico. En sus andanzas bayonesas, la vicepresidenta de «la gente» pasó al dado de dos chavalitas, que al ver a la famosa política la abordaron para pedirle una foto con ellas. ¿Y qué pasó? ¿Las llenó de besos y sonrisas como a todo lo que se le pone por delante cuando hay una cámara? Para nada. Les negó la foto con mueca displicente y pretextando que «estoy de vacaciones» (lo cual es cierto, pues no pega un palo al agua desde finales de julio).
Un chascarrillo de verano. O tal vez algo más. Retrata muy bien la doble moral, o hipocresía, que distingue a los líderes y las lídaras de este piji-comunismo que tenemos a los mandos de la «nación de naciones plural y diversa», antaño España.