El disfraz estadista
Cada vez que surge una crisis, el presidente hace lo mismo: en vez de fajarse en la solución del problema, se monta un teatrillo de propaganda para simular lo que nunca será, un líder nacional
Cuando mi ahijada era pequeña solía tener una disputa recurrente con su madre. La niña quería ponerse vestiditos delicados y femeninos, pero su madre, con buen criterio, se empeñaba en vestirla de forma más funcional. La niña quería lucir como una princesita, pero la madre, con un conocimiento más cabal del carácter de su hija, sabía que el vestidito primoroso iba a acabar roto o manchado a las primeras de cambio y optaba sabiamente por ignorar los caprichos de la pequeña. La niña tendría entonces cuatro años, Pedro Sánchez tiene más de cincuenta, pero comparte la misma pretensión pueril por aparentar lo contrario de lo que es.
Esta semana compareció en Moncloa para presentar su supuesto plan de apoyo a la economía ante a la guerra comercial iniciada por EE.UU. El plan era la nada con sifón, así que no merece mayor comentario. La capacidad de nuestro país para influir en el gigantesco quilombo que ha organizado Trump en la economía mundial lamentablemente es nula, pero el empeño de Sánchez en presentarse como un estadista resultaba tan cómico como la porfía de mi ahijada por vestirse de princesita.
El presidente del gobierno ha demostrado sobradamente que es incapaz de gestionar con eficacia una crisis. Fue con Boris Johnson el peor gobernante de los países desarrollados a la hora de hacer frente a la pandemia. Los afectados por el volcán de La Palma todavía hoy siguen viviendo en barracones y los damnificados por la riada de Valencia van por el mismo camino. No hay rastro ni de las cacareadas ayudas del gobierno ni de las reparaciones que ya debían haberse producido. Gestión, cero; propaganda, toda.
Cada vez que surge una crisis – y es cierto que a Sánchez le han tocado unas cuantas- el presidente hace lo mismo: en vez de fajarse en la solución del problema, se monta un teatrillo de propaganda para simular lo que nunca será, un líder nacional. Se marca un «aló presidente», nos suelta al buen tuntún unas cuantas palabras campanudas y juega a ser una especie de Churchill de mercadillo. En esta ocasión el afán propagandístico llegó hasta el punto de comparecer con spot publicitario incorporado, para qué disimular.
A pesar de esos esfuerzos y por más engolamiento con que lea el telepromter, estas operaciones a Sánchez le salen fatal porque desafían el principio básico de la comunicación política que es la coherencia. Después de unos cuantos años en primera línea, Sánchez tiene una imagen absolutamente consolidada y sin duda ha trabajado mucho para lograrla. Es el rey del no es no y de la polarización; es el político del muro, el campeón de la división. Incluso sus seguidores y sus socios le apoyan precisamente por ello, por ese profundo sectarismo que le lleva a despreciar a la oposición incluso cuando más necesita de su apoyo.
Ningún gobernante que haya apelado a levantar un muro entre sus compatriotas puede luego convocarles a una tarea común o a un esfuerzo colectivo. Quien ve la política como una guerra sin cuartel no sabe afrontar las crisis con la visión del hombre de Estado, sino con la calculadora electoral en la mano y así la eficacia es imposible. A políticos como Sánchez no es que les venga grande el traje de estadista, es que les sobra hasta el disfraz.