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VertebralMariona Gumpert

La estafa del multiculturalismo

Si esto lo leyera un occidental de izquierdas hace 60 años interpretaría que la doble vara de medir mencionada se ejerce en contra de los pobres, los inmigrantes y las personas de razas distintas a la blanca

Actualizada 01:30

El multiculturalismo estricto no existe, pese a lo que la progresía dominante trate de convencernos día sí, día también. Para ello lo fían todo al vive y deja vivir, tolerancia a cascoporro y en vena. Resulta curioso el éxito de este último concepto, cuando en su raíz es negativo: no me gusta que te dejes la tapa del inodoro subida siempre, pero decido tolerarlo (no hacer nada frente algo que me desagrada) por mor de una convivencia agradable. Es preferible dejar el momento incómodo de las regañinas para causas de enjundia, que haberlas siempre «haylas».

Lo que funciona en un ámbito familiar sano es extrapolable a la convivencia en sociedad. El problema es que ésta parece haber olvidado el citado «momento incómodo», los límites a la convivencia, que en política se traducen –entre otras cosas– en leyes que no pueden transgredirse bajo ningún concepto. Ocurre que las leyes no son asépticas, son siempre consecuencia de una concepción del mundo, de una determinada cultura, y es justo esto lo que nuestra sociedad parece olvidar enarbolando una bandera de relativismo de mercadillo. De mercadillo pues, como imagino que ya habrán notado, desde hace un tiempo impera un moralismo emotivista de lo más asfixiante. Así, parte de nuestra sociedad y la mayoría de nuestros políticos, juegan a la ambivalencia según les interese; si conviene, se harán los locos en lo que al cumplimiento de la ley se refiere. En otras ocasiones, se persigue a determinadas personas o colectivos por motivos que no pueden resultar en ningún caso jurídicos, muy a lo sumo morales.

Si este último párrafo lo leyera un occidental de izquierdas hace 60 años interpretaría que la doble vara de medir mencionada se ejerce en contra de los pobres, los inmigrantes y las personas de razas distintas a la blanca. Y tendría razón, sobre todo si se tiene en cuenta la historia reciente de EE. UU. Ah, pero el péndulo de la historia hace siempre de las suyas. Así pues, tenemos a un golpista que puede escapar de las manos de la justicia en dos ocasiones, no sólo sin consecuencias para él, si no ayudado por el propio gobierno. Mientras, ándese con ojo, ni se le ocurra no declarar la calderilla que se saca con las muñequitas de crochet que vende usted por Instagram.

Están ahí también las amenazas con pena de cárcel del gobierno de Reino Unido con las que pretende ahogar en vano un problema que viene de largo. Publicar en Facebook «No quiero que a mi país vengan inmigrantes con machetes a vivir de ayudas» es motivo para ser arrestado, según el gobierno actual de Albión. Y digo yo, ¿hay algo malo en esas declaraciones? ¿Existe alguien a quien sí le parece fenomenal esa idea? Voy más allá, ¿qué pasaría si dijera este hombre que está hasta las narices de ser atendido por médicos y enfermeros españoles? ¿O si afirmara que los españoles somos animales inmundos? ¿qué ocurriría si en Reino Unido no entraran inmigrantes desde hace décadas? ¿Seguiría siendo punible esa frasecita en Facebook?

Está claro que los prejuicios y la mentira son moralmente nocivos, apunto esto por los liberales autistas que creen que la sociedad pacífica se construye de forma automática, cual mano invisible de mercado o espíritu hegeliano que actúa al margen de multitud de factores y decisiones que dependen de nosotros (moral determinada, espíritu cívico, costumbres sanas, prosperidad material y espiritual, etc.). La libertad de expresión debe defenderse pero, dado que se entiende como un derecho, tiene que implicar una serie de responsabilidades: buena educación al expresarse, pensar las cosas antes de hablar, fomentar la humildad y asumir que la parte negativa de la libertad de expresión consiste en que te puede sentar como un tiro lo que digan los demás. Estas últimas responsabilidades debe asumirlas cada ciudadano a título personal, sin un juez que persiga hasta el aire que respiramos. Es la única forma de que la libertad de expresión lleve a buen puerto (junto con muchos otros factores). Y esta responsabilidad la tienen que asumir todos los ciudadanos.

El problema es que las soluciones que se plantean frente a los males del multiculturalismo relativista no van en esa dirección. Existe una persecución –legal y social– a los individuos menos problemáticos como forma de «pacificación», pues saben que hay ciertos colectivos que son como niños mimados a los que sus padres les consienten de todo con tal de que no armen un numerito (independentistas, inmigración conflictiva). Lo malo de los atajos es que multiplican por diez el problema que, en teoría, se deseaba evitar: el péndulo emprende ya su viaje de vuelta. No sería de extrañar un incremento exponencial de la verdadera extrema derecha y, no lo duden, los primeros perjudicados serán, de forma irónica, los colectivos a los que se ha querido, en teoría, proteger: inmigrantes, LGTB y mujeres. Ojalá me equivoque.

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