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18 de septiembre de 2024

VertebralMariona Gumpert

La otra España

Actualizada 01:30

«Lo que va de Pedro a Petro». Bajo este título, Don Ramón Pérez Maura nos relataba el martes pasado la opinión (negativa) de sus amigos colombianos sobre la política española. Don Ramón nos regaló un fragmento de su particular himno de la felicidad colombiana que me llevó a recordar los míos: «Cielito lindo», «El rey» o el «Huapango de Moncayo» de la patria natal de mi marido. Mi vida habría sido muy distinta de no haber conocido México o, en general, a mis grandes amigos hispanoamericanos. Como las ciudades costeras que ignoran el mar, mi sensación es que nuestros hermanos del otro lado del charco llegan a parecer más bien familia lejana.

Quiero creer que no es un olvido intencionado, de raíz peyorativa, al menos en general. Valencia ha vivido de espaldas al mar durante mucho tiempo, los barrios alrededor del puerto y la playa eran habitados por gentes muy humildes de las que sólo se acordaba Sorolla. Cuando era universitaria no se me ocurría aparecer por esas zonas a pasarlo bien de noche, y eso que juventud, playa y un cielo estrellado es un combo difícil de rechazar: los barrios de por allá estaban trufados de pobreza y delincuencia. Una asociación parecida suele hacerse con los hispanoamericanos: son nuestros hermanos pobres, ¿qué tienen que contarnos? No dejan de ser de un continente muy distinto, ¿qué coincidencias mantenemos, más allá del idioma? Son países mestizos, pero con gradaciones, lo que da lugar al racismo entre ciudadanos de un mismo país, ¿nos cabe ese concepto en la cabeza a nosotros, que desde hace siglos somos «monoraciales»? A lo sumo distinguimos a un payo de un gitano pero, seamos sinceros, no será por rasgos faciales.

Nos duele Cuba desde la revolución; por ser de las últimas provincias que perdimos pero, sobre todo, por la miseria y ausencia de libertad que padecen. Lo mismo respecto de Venezuela, el país que llama la atención ahora por lo que tiene de desfachatez e intereses internacionales, pero cuya situación no dista tanto de otros países del entorno (algunos salen de ese hoyo, otros se dirigen prestos hacia él). Si nos duele, si guardamos cierto interés por ellos, es porque no se ha perdido del todo la conciencia de que son nuestros hermanos de sangre. Para los de una generación, son la otra España, la que huele a caña, tabaco y brea. Para los más jóvenes, y si fuera por los planes de estudio que padecemos desde hace treinta años, serían sólo una parte minúscula del temario de la asignatura de historia de 4º ESO. Por suerte, la música en español triunfa desde hace otros treinta años, y no sólo entre los que dominamos el idioma. Esto, sumado a las redes sociales y la inmigración que hemos ido recibiendo, ha acercado a las generaciones educadas en la ignorancia a esta parte tan importante de nuestra historia e identidad.

Aun así, insisto, vivimos de espaldas a lo que nos comentan los nacidos allá, a lo que nosotros mismos podríamos deducir y aprender si dejáramos de pensar que, en el fondo, son muy distintos a nosotros. Sólo vemos su pobreza y corrupción, sin entender que son países insultantemente ricos en recursos naturales y culturales. Sin saber que fueron más prósperos que nosotros. Ahora no lo son, ¿por qué? Piénsenlo. Nos dejan boquiabiertos cuando nos comentan las pequeñas y grandes corrupciones que les aquejan, ¿nos preguntamos por qué? ¿Pensamos que estamos a salvo de acabar de esta manera? Muchos de estos países están corrigiendo el rumbo a través de procesos democráticos que son fruto de un esfuerzo ingente de movilización política y cultural. A nosotros nos desahucian las instituciones, nos desguazan el Estado de derecho, ¿y qué hacemos? Disfrutar del tinto de verano mientras comentamos qué mal está todo.

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