Hay que exterminar a Israel
Los mismos que consideran más peligroso a Colón que a Txapote tienen nuevo objetivo: ayudar a los que pusieron las bombas del 11-M
Israel es una pequeña democracia con pocos más habitantes que Andalucía, rodeada por vecinos a los que acepta pero que no toleran su existencia. Hechas las presentaciones, son los malos de la película, al menos para los mismos en cuyo universo mental ocurren cosas sorprendentes.
Por ejemplo, se suman a México, Bolivia o Colombia en exigirle a España disculpas por el Descubrimiento, esa proeza de la humanidad que culminó con la mayor ceremonia de mestizaje y civilización conocida nunca.
Pero desprecian la necesidad de que Bildu pida perdón y condene los asesinatos, secuestros, chantajes y destierros provocados por ETA: lo que no ocurrió hace 500 años reclama una penitencia pública de los herederos de Hernán Cortés, pero lo que sí sucedió anteayer y sigue teniendo consecuencias ha de ser olvidado para que los primos hermanos de quienes lo perpetraron puedan incluso cogobernar en España e impulsar sus leyes de Memoria Democrática y Seguridad Ciudadana.
Con Israel ocurre algo similar: da igual lo que le hayan hecho y le quieran hacer, que no es muy distinto a lo que harían con nosotros si pudieran; es un país genocida que se parece a Robert Duvall en «Apocalypse Now» y tiene al frente a un psicópata al que le encanta el olor a napalm por las mañanas.
La caricatura horrible de Israel contrasta, además, con el amable retrato que se hace de sus rivales: basta con ver alguna de las crónicas de los enviados especiales de RTVE, «la pública, la de todos y todas», para pensar que Irán, Hizbulá o Hamás son una especie de ONG’s, más parecidas a Save the Children o Médicos Sin Fronteras que a los bárbaros que son y nos deberían resultar más familiares.
Otros como ellos pusieron las bombas del 11-M en los trenes, volaron las Torres Gemelas, atropellaron a seres humanos en Barcelona y Marsella, detonaron explosivos en el Metro de Londres y, por no extendernos con una lista interminable, asesinaron a inocentes en la redacción del Charlie Hebdo o en la sala Bataclán.
Pero son hermanitas de la caridad asediadas por unos genocidas que disfrutan matando a niños y destrozando la convivencia en Oriente, tal y como demuestran las cifras diarias aportadas por Hamás, fuente de todas las informaciones utilizadas por la prensa más cafetera.
No existen las guerras indoloras ni la posibilidad de defenderse, por supervivencia, sin provocar dolor, desgraciadamente: la elección suele ser, llegados a ese punto, un «o tú o yo», y no parece que ante ese dilema alguien optara por inmolarse a sí mismo.
Pero eso es lo que parecen pedirle a Israel, sin ni siquiera proponer una alternativa que al menos fabule con la posibilidad de que acabe la guerra sin su extinción. Porque esto terminaría en cinco minutos si, simplemente, Irán y sus mariachis aceptaran la existencia de su odiado vecino y aprendieran a convivir con él, como hace el 1.6 millones de árabes residentes en Israel: son 1.6 millones más de los israelíes que pueden vivir en Teherán, Líbano, Gaza o Cisjordania sin que les decapiten, violen y asesinen como a los 1.200 chavales ejecutados por Hamás mientras bailaban en una fiesta en favor de la paz.
Lo que distingue civilización de barbarie es el deseo de combinar la legítima defensa con el respeto a los derechos humanos, incluso de quien no los respeta. Y eso obliga a pedirle a Israel que busque esa compleja fórmula, si acaso existe, con todas sus fuerzas.
Pero desde la premisa de que entendemos su papel y de que, como nos representa y combate con nuestros enemigos, estamos a su lado y pueden contar con nuestra ayuda: mientras ellos luchan allí, tenemos menos opciones de que nos maten aquí. No es tan difícil de entender, salvo para esas lumbreras que también piensan que los Reyes Católicos son más peligrosos que Txapote, la Reconquista es una amenaza peor que el yihadismo y en Venezuela hay más libertad que en España.