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Cosas que pasanAlfonso Ussía

El padre Laburu

Era bilbaíno y cuando de Pascuas a Ramos ocupaba un confesionario en la parroquia de San Francisco de Borja de la calle de Serrano, se formaba una cola como la de los días previos a un partido de la Copa de Europa en el Bernabéu

Actualizada 08:30

Cuando llega la Semana Santa le dedico siempre un recuerdo al padre José Antonio Laburu, jesuita, biólogo, con algunos cursos de Medicina, orador excepcional y personaje inimitable. Su sermón sobre las 7 Palabras de Cristo en la Cruz, que oíamos por la radio en familia todos los años, siempre era nuevo y emocionante. En algunos tramos, angustioso, porque añadía a su dolor, gracias a sus conocimientos de biología y medicina, imágenes descritas del sufrimiento de Jesús, secas y directas. Era bilbaíno y cuando de Pascuas a Ramos ocupaba un confesionario en la parroquia de San Francisco de Borja de la calle de Serrano, se formaba una cola como la de los días previos a un partido de la Copa de Europa en el Bernabéu. A mí me confesó, es decir, me mandó a paseo. —Ave María Purísima—; —Sin pecado concebida—; Padre, me acuso… —No te acuses de nada. No tienes aspecto ni edad para ser pecador. Reza un Padrenuestro de penitencia y marcha tranquilo. Así se mueve la cola. Y toma, chaval—. Y me dio un caramelo.

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Barca

Su dominio de la palabra, sus cambios de tono, sus silencios emocionados, eran lecciones académicas del idioma, con su acento vascuence que hacía aún más atractivo el contenido de sus mensajes. En la forma y en el fondo, en el continente y el contenido, nadie le ha superado en eficacia oratoria. Arrastraba las «erres» —Todo se ha cumplido, todo terrrminó, ¡Qué grrran borrradorr es el tiempo!—. En mi casa, su charla de las Siete Palabras se acompañaba con la Séptima Sinfonía de Beethoven, pianísima, para no alterar la atención. Pero ayudaba a emocionar aún más con sus mensajes. Mi madre y mis tías lloraban, y al final de su sermón, calificaban la calidad y hondura de las palabras del Padre Laburu de acuerdo a la intensidad de sus lágrimas. — Hoy hemos llorado más que nunca. Ha estado maravilloso—.

También fue misionero. Pío XII y Juan XXIII le pidieron que aceptara ser Obispo de la Iglesia, pero él, respetuosamente, rechazó la idea. —A veces los Papas son algo insensatos. ¡Obispo yo! Algo tendrán contra mí—. Las Siete Palabras se emitían durante la tarde del Viernes Santo, cuando la Semana Santa se vivía como tal y no cómo una avalancha de desplazamientos y vacaciones. Mi madre, madrileña, era hija de andaluces. Su padre, Pedro Muñoz-Seca, del Puerto de Santa María, y su madre, Asunción Ariza Díez de Bulnes, de Puente Genil. Y nos obligaba a sus hijos a vestir de luto, como en la tierra de sus antepasados. Éramos diez sus hijos, y cuando salíamos juntos a la calle para dar un paseo por el bulevar de Velázquez, mucha gente nos daba el pésame. Llevábamos más negro encima que la tinta de los chipirones. El Sábado Santo era jornada de normalidad atenuada. Y el Domingo de Resurrección, todo volvía a su sitio después de seis días de clausura vital. Pero yo recuerdo aquellas Semanas Santas de verdad con mucha nostalgia. Quizá sea porque mi niñez fue feliz y sin tragedias, lo cual pocos me han perdonado.

Pero el personaje era don José Antonio Laburu, el gran jesuita y biólogo vasco, probablemente el hombre que supo transmitir con más dolor y eficacia el sacrificio de Jesús en la Cruz.

Hoy, de aquello, queda muy poco.

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