Los milagros existen
La distancia entre una buena vida y una mala vida es la misma que entre una buena vida y una vida con Dios, nos decía
Era una mañana gris y algo lluviosa de este mes de octubre; nos estábamos tomando un café mientras comentábamos lo genial que sería ganar el Euromillones, jubilarnos a los treinta y cinco y, después de ayudar económicamente a familiares y amigos, dedicarnos a hacer obras de apostolado.
Y justo antes de pagar y marcharnos, se acerca un hombre de unos cincuenta años a nuestra mesa, mi cara le suena de algo relacionado con la Iglesia, de algún vídeo que ha visto en internet, y nos cuenta que, hace poco más de un año, se encontró con el Señor y se convirtió.
No lo estaba buscando, no sabía ni que existían los Evangelios, pero un día por la mañana salió al jardín y allí sintió un amor que jamás había imaginado. El Señor acababa de llamar a su puerta y, tan amado se sintió, que rompió a llorar. Hasta ese momento no tenía idea de nada de todo eso, pero en ese instante supo que era Dios quien venía a buscarlo.
Descubrió entonces que existieron cuatro evangelistas, existieron santos que vivieron y dieron la vida para llevar a sus últimas consecuencias lo que estaba escrito en esos cuatro evangelios y empezó a devorar libros, a rezar, a seguir buscando, a formarse y a rezar más todavía. La cantidad de cosas que ha hecho y leído en estos trece meses le sacan los colores a uno.
La vida le iba muy bien, tanto que, incluso podía vivir sin trabajar, y en tantos años, jamás había pensado en Dios ni les había hablado a sus hijos de nada que tuviera que ver con la religión (esa religión que para él era absolutamente desconocida).
Tenía la vida perfecta que cualquiera desea (esa ansiada prematura jubilación que nosotros habíamos comentado al inicio del café) pero desde la providencial salida al jardín todo eso le parecía insustancial si no estaba Dios en medio de todo ello. Ya daban igual las casas, los coches y todas las comodidades.
La distancia entre una buena vida y una mala vida es la misma que entre una buena vida y una vida con Dios, nos decía.
Pero el Señor, no contento con haber entrado en su corazón, entró poco después en el de su esposa, en el de sus hijos, en el de su suegra y… ¡los que deben quedar por caer del caballo!
Y ahora ha decidido ponerse a trabajar en algo que ayude a que otros se encuentren con ese tesoro que hace trece meses descubrió y que ha cambiado su vida y la de su entorno.
Pensábamos que ganar el Euromillones sería un milagro que nos arreglaría la vida, pero el milagro hecho carne, es ese visitante inesperado, providencial, esa concreción de lo que habíamos hablado hacía treinta minutos, quien nos enseñó que la fe es lo importante, un don que hay que pedir, pero que incluso cuando uno ni siquiera lo pide porque lo desconoce, el Señor acude y lo sacude. Y lo del Euromillones es una suerte sin demasiada importancia.
Los milagros existen, el Señor actúa, pensar que estas cosas son fruto de un proceso de autosugestión es pensar muy superficialmente. Y si alguien lo duda, que hable con nuestro amigo, que salió una mañana, como cualquier otra, a disfrutar de su jardín y de su vida casi perfecta, y sin buscarlo, esperarlo, conocerlo, desearlo, ni tan solo intuirlo, el Señor se le hizo tan presente, tan real y tan concreto como cuando los hijos entran por la puerta de casa al volver del cole. Uno sabe que existen, que están allí, que puede tocarlos y que son sus hijos.
Pues así se mostró Dios con nuestro amigo, se hizo pequeño para poder entrar en su corazón. Y ahora él quiere ponerse a trabajar con Él para que, como los niños al volver del cole, Él pueda entrar en otros muchos corazones y llenarlos de una alegría que supera con creces la que causa ver a los hijos entrar en casa a la vuelta del colegio.