Fundado en 1910
Un mundo felizJaume Vives

El pueblo de mi infancia

Embargados por la emoción, dejamos Falset, con un magnífico sabor de boca, aunque con un sentimiento agridulce, en el que se mezclaban la alegría, la tristeza y la nostalgia

Actualizada 01:30

Por fin, la semana pasada, y después de varios intentos fallidos, pude visitar con mis padres y mi hermana el pueblo donde pasé todos los veranos de mi infancia y adolescencia: Falset, corazón del Priorato, tierra de viñas y olivos. Había tenido ocasión de hacerlo con amigos pero, no quise pisar ese suelo sagrado con personas que desconocían las mil y una historias vividas detrás de cada adoquín.

Llevábamos dieciséis años sin pisar Falset, donde también mi padre vivió los veranos de su infancia y juventud.

Nuestro periplo comenzó en el Restaurant-Hostal Sport donde habíamos quedado para comer con la madre de un amigo de la infancia. Fue un torrente de anécdotas y recuerdos del pasado y también de vivencias del presente.

Después de la comida y la sobremesa –larga y sustanciosa–, paseamos por el pueblo para recordar viejos tiempos, empezando por la piscina, a la que íbamos prácticamente todos los días del verano, excepto los domingos, el día de la Asunción y cuando salíamos de excursión con el grupo de familias amigas. La vimos mejorada, con algunos cambios, aunque seguía siendo la misma.

Después nos dirigimos a la plaça de la Quartera, centro neurálgico de la población, donde tantas noches habíamos jugado al escondite con nuestros padres. El adoquinado era el mismo, sólo habían cambiado las puertas de algunas casas.

En la plaça de la Quartera estaba la farmacia de toda la vida. La propietaria, tía de un amigo mío, ya conocía a mi padre desde que eran niños los dos. Nos dijo la dependienta que en ese momento no estaba pero que llegaría de un momento a otro. Me resultó familiar su cara, era una muchacha de mi edad. Poco después confirmé mis sospechas cuando se acercó una amiga a saludarla y nos reconoció a mi hermana y a mí. Eran del grupo de jóvenes del pueblo, con los que a veces nos habíamos enzarzado en alguna guerra de piñas. Una de ellas se acordaba todavía del nombre de mi hermana. Nuestra relación no había pasado de esas escaramuzas propias de niños, pero había quedado grabada a fuego en nuestra retina. Nosotros éramos los de fuera, ellos, los dueños del lugar.

Llegó entonces la farmacéutica con quien pudimos charlar un rato y recordar momentos del pasado.

Desde la plaça de la Quartera nos dirigimos a la heladería La Ibense donde acudíamos prácticamente todas las noches para tomar un helado o una horchata antes de ir a jugar con nuestros amigos. Seguía igual. Ahora la regenta el hijo de los propietarios, –en aquel entonces un chaval de unos doce años como nosotros–, ahora ya tendrá sus treinta y pico. El tiempo parecía haberse detenido: las mismas fotos y los mismos cuadros colgados en las paredes.

Siguiendo la tradición, le pedí un batido de helado de chocolate, como el que sus padres me preparaban cuando yo era pequeño. Además la máquina era muy parecida a la de entonces. Me dijo que era la misma. Que la habían comprado de segunda mano treinta años atrás y ahí sigue. Hace tiempo cayó una pared que les obligó a reponer buena parte de la maquinaria aunque no esa máquina, que ya es una antigualla para algunos, pero sagrada para mí.

De la heladería, con el corazón dando brincos, nos fuimos a ver la casa donde mi padre pasó todos los veranos de su infancia. Estaba muy cerca de la iglesia donde tantas veces habíamos acudido. Seguía igual por fuera. ¡Fue una lástima no poder entrar…!

Cerca de la iglesia estaba la casa donde comprábamos la miel; siempre nos atendió la madre de familia, educada y servicial, mujer ya entrada en años en mi infancia. Guardaba la miel en unos bidones de color azul y cuando la vertía en los tarros de cristal no derramaba una sola gota. Realizaba la operación con una pulcritud extrema. Ir a comprar miel, cuando éramos pequeños, era más emocionante que visitar el mejor parque de atracciones. Había miel de muchos sabores: romero, tomillo, jalea real, mil flores, etc., que nos dejaba probar pasando nuestro dedo por debajo del cucharón. Realizaba las ventas en un almacén que había en los bajos de su casa, como si de un negocio clandestino se tratara. Supimos que seguía viva, aunque muy mayor. No nos dio tiempo a visitarla.

Mientras caminábamos por las calles del pueblo, nos cruzamos con un hombre que, cuando nos reconoció, le dijo a mi padre, a modo de presentación: «¿Sois los del carrer Nou?, ¿los del acordeón?» Son famosas entre la gente del lugar las juergas que se corría mi padre con sus hermanos y primos cada verano. Nos estuvo recordando que, al acabar el baile de la fiesta mayor, mi padre con hermanos y primos, guitarra, acordeón y cuerdas vocales, ponían a bailar a la gente del pueblo hasta el amanecer. Estamos hablando de la década de los setenta y primeros años de la siguiente. Se lamentaba de que las discomóviles hubieran sustituido a gente así, que eran la fiesta de verdad, sin generadores, ni corriente ni luces estroboscópicas. También eran conocidos, dicho sea de paso, por sus gamberradas. En una ocasión se colaron en el campanario de la iglesia y tocaron las campanas a rebato.

Este buen hombre que nos había reconocido, iba acompañado de otro –su hermano–, a quien le faltaba una mano. Cuando la vi –para ser exacto, cuando no la vi–, vino a mi mente su historia, pues me la habían contado de pequeño: mientras trasteaba con la pirotecnia un día de las fiestas, le saltó la mano por los aires. Eso fue allá por los setenta, pero me lo habían contado tantas veces y con tal lujo de detalles que siempre creí haber vivido ese triste incidente. Era un especie de héroe que seguía jugando con fuego y pólvora a pesar de las heridas de guerra. A día de hoy es el responsable de la pirotecnia en Falset. A un apasionado es difícil acojonarlo.

La tarde avanzaba y necesitábamos tomar algo fresco pues el calor apremiaba ese día y se nos había quedado la boca más seca que los Monegros. La pastelería a la que íbamos todos los domingos de mi infancia a comprar nata para tomarla acompañada de una taza de chocolate, había cerrado al público aunque siguen fabricando sus famosos barquillos, que se venden en algunos comercios: Neules de Santa Càndia. Así que nos sentamos en la terraza de una cafetería pegada a la pastelería, con la esperanza de que las persianas volvieran a subir, aunque eso no ocurrió.

Ya de camino al coche nos encontramos con algunos amigos de juventud de mi padre, y con otras personas que conocíamos de nuestra infancia, con muchas de las cuales coincidíamos en misa.

Y cuando ya estábamos dejando Falset, nos lamentamos por no habernos cruzado con Juanita. En mi infancia ella tenía una edad indefinida y una enfermedad rara. A duras penas se la entendía cuando hablaba y su aspecto físico ya entonces era muy llamativo: apenas tenía cabello, su cuerpo era menudo y algo deforme. Juanita venía todos los días del verano a tomar café a nuestra casa. Todos. No recuerdo exactamente cómo la conocimos, seguramente mis padres la saludarían un día por la calle y así empezó la amistad. Ellos sacrificaban la siesta para estar un rato con ella sin entender apenas lo que les contaba. Todos los días del verano. Tomaban café los tres mientras mi hermana y yo estábamos en nuestro cuarto leyendo y maldiciendo a nuestros padres (jajaja).

Fueron tantos días, tantos veranos y tantos años, que le tomamos mucho cariño a Juanita. Siempre que recordábamos historias de Falset aparecía ella en algún momento. Y, de repente, como en tantas sobremesas, volvió a aparecer, pero esta vez de cuerpo presente, muchos años después. Estaba sentada en la terraza de una cafetería, tomando un refresco, con un grupo de discapacitados. Habían salido de la residencia donde ahora vive, pues sus padres murieron hace tiempo. No dábamos crédito a la visión.

Cruzamos la calle para ir a saludarla. En cuanto nos vio, le cambió la expresión del rostro. Ahora estaba sentada en una silla de ruedas y se la veía físicamente más deteriorada, seguramente ya no puede caminar. Nos encantó verla de nuevo y poder abrazarla. Nos emocionamos. Ella reía y reía sin parar y quería decirnos cosas, aunque no la entendíamos, mientras nos abrazaba y se dejaba abrazar. La cuidadora nos dijo que le fallaban muchas cosas, pero no la memoria, así que ¡nos había reconocido! Menudo regalo del cielo justo antes de marchar, no podíamos creerlo, casi veinte años después. Fue, sin ninguna duda, el encuentro más emotivo.

Embargados por la emoción, dejamos Falset, con un magnífico sabor de boca, aunque con un sentimiento agridulce, en el que se mezclaban la alegría, la tristeza y la nostalgia. Ella fue la guinda del pastel, el punto final de nuestro periplo.

Falset sigue donde siempre, pude comprobarlo ese día, y sus gentes, entrañables como en mi infancia.

Juanita, ahora con su silla de ruedas y su cuidadora, sigue paseando por las calles y plazas del pueblo como antaño. ¿Qué más puedo pedir? ¡Sólo dar gracias a Dios por todo ello!

comentarios

Más de Jaume Vives

  • Educar a los hijos es imposible

  • Los hijos son cosa de ricos

  • Razones para no pisar Francia

  • Barbarie

  • Bendita anomalía española

  • tracking