¿Norman... qué?
Allí estaba comiendo una de las mayores figuras del mundo, pero la parroquia ni se enteraba, porque no sale en la tele ni en Tik Tok
Un elegante caballero extranjero me invita a comer en un restaurante del centro más agradable de Madrid. El local viene a ser una mezcla barroca de una taberna castiza y un bistró gabacho. Las mesas están bastante pegadas, por lo que ves bien el paisanaje, lo quieras o no.
Nos sentamos en una esquina del local y enfrente, en la otra, diviso a un hombre mayor, bien conservado y con un innegable careto de guiri. Con su cabeza calva cual bola de billar y su rostro alargado, gasta un aire que recuerda al capitán de la nave Enterprise en una peli de Star Trek. Viste una americana verde llamativa y un jersey de cuello de cisne. Bebe una copita de vino blanco y mantiene una animada conversación con su mujer, con la que tiene pinta de llevarse bien.
Finalmente, el vigoroso anciano concluye su almuerzo y sale del restaurante cruzando el centro del comedor. No puedo evitar cotillear un poco y quedarme observándolo, pues se trata de un personaje al que admiro desde hace tiempo y que es una gloria mundial.
Sin embargo, noto que soy la única persona del local que ha reparado en él. El resto de los comensales ni se han enterado de que les ha pasado por delante de las narices Norman Foster, un inglés salido de una familia humilde de Mánchester, que se crio en una casa social sin baño y que a sus 89 años es probablemente el arquitecto más famoso del mundo (amén del más rico). Un maestro que ha reformado el Reichstag de Berlín, el estadio de Wembley, el patio del Museo Británico... El autor del admirado rascacielos del HSBC en Hong Kong, el edificio que lo puso en órbita cuando tenía ya cincuenta años, o del Pepinillo de cristal de la City de Londres. Un visionario con un estudio de 1.300 empleados, al que recurrió Steve Jobs para soñar juntos la ciudad de Apple en Cupertino, o Bloomberg para los cuarteles generales de su firma en Europa.
Si en ese restaurante estuviese comiendo Ibai Llanos, un señor que no conozco y que por lo visto trabaja de eso que llaman streamer, o el libidinoso Íñigo Errejón, o una presentadora de algún tele-circo de Telecinco, o uno de esos cocineros televisivos que van de filósofos, o no digamos ya un futbolista de medio pelo… los comensales se revolverían en sus asientos con curiosidad y hasta caería algún selfie.
Sin embargo, nadie reconoce a un gigante que ha ganado el premio Pritzker y el Príncipe de Asturias y que es una gloria viva de la humanidad. Porque tenemos una sociedad donde la mayor parte de la población se informa por Instagram y TikTok, se pasa el día compartiendo vídeos frikis y memes por guasap, dedica más de tres horas diarias a su panzada televisiva y proclama con orgullo que la política, la economía y «los expertos» los aburren terriblemente («o sea, yo como que paso, ¿sabes lo que te digo?»).
A lo mejor siempre ha sido así. Pero mi sensación es que la marea de la burramia va subiendo imparablemente, espoleada por la banalidad de las taquicardias digitales, un creciente déficit de atención y un rechazo instantáneo a todo aquello que sea lento y obligue a mover media neurona.
O quizá estoy equivocado y es tan solo una queja cascarrabias, que indica que te vas haciendo viejo e impaciente....
Lo confieso: me pongo del hígado cuando en el metro veo a gente que pasa el rato viendo vídeos de gatitos en Tik Tok en el móvil, porque todavía me dio tiempo a conocer un tiempo en el que los pasajeros leían periódicos y libros. Y no puedo evitar reconocer que lo añoro. Olía a civilización.