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en primera líneaJuan Van-Halen

El poeta y la cultura del ministro

Recorrió los frentes leyendo versos, pero sin intervenir en acciones militares. Cuando le detuvieron creyó en la Justicia de los vencedores. Terrible ingenuidad

Actualizada 15:36

Mi admirado Alfonso Ussía escribió una gran columna, con jugoso anecdotario, sobre la metedura de pata del ministro Urtasun en una referencia a Miguel Hernández. Dar por asesinado a Miguel Hernández no es la primera picia del ministro; además de parecer alejado de las lecturas tampoco se le puede considerar experto en la medida del tiempo. Confundió medio lustro con un cuarto de siglo.

Miguel

Lu Tolstova

No hemos tenido demasiada suerte con los titulares de Cultura. El antecesor de Urtasun, Miguel Iceta, conocido como el bailarín, es embajador de España ante la Unesco, que se ocupa del «diálogo intercultural mediante la educación, las ciencias, la cultura, la comunicación y la información». Me temo que a Iceta le suene a chino. Urtasun, su sucesor en la cartera, es diplomático, pero ejerció sólo cuatro años porque en 2014 pidió la excedencia para dedicarse a la política. Su educación fue esmerada en el elitista Liceo Francés de Barcelona. Creo que el mejor y más preparado ministro de Cultura ha sido César Antonio Molina. Su buen hacer fue premiado por Zapatero cesándole cuando se encontraba en viaje oficial en Egipto.

Leo que si bien Miguel Hernández no fue asesinado, tampoco fue asistido en la prisión de Alicante durante la última fase de su galopante tuberculosis, y puede ser cierto, pero no se cuenta el tratamiento de la tuberculosis en la España de entonces, su gravedad terminal, que su traslado al hospital había sido ya aprobado, que Luis Almarcha, luego obispo de León, paisano y amigo del poeta, que sufragó la edición de «Perito en lunas», se interesó decisivamente por él, como los escritores del bando vencedor Alfaro, Sánchez Mazas y Ridruejo, y siempre Cossío, su benefactor. Le rebajaron dos veces la pena que desde el principio era un disparate. Vivo hubiera continuado su obra. Buero, a quien traté, condenado a muerte y con la pena rebajada dos veces, tres años después de recuperar la libertad recibió el premio Lope de Vega del Ayuntamiento de Madrid, obviamente franquista, en la dura posguerra. Fue el inicio de su éxito.

Miguel Hernández llegó a Madrid con unas pesetas de su amigo, casi hermano, José Ramón Marín. Con su seudónimo de Ramón Sijé quedó en la literatura por la inmortal Elegía que le dedicó nuestro poeta. Su primer apoyo fue Concha de Albornoz. Le presentó a Giménez Caballero, que le decepcionó. Y fue conociendo a poetas de la generación del 27 y de la luego llamada del 36. A Vicente Aleixandre y a Luis Rosales, por ejemplo, les agradó, pero a Lorca no. Cuando le convocaban a una reunión preguntaba «¿Va el pastor?» para no coincidir. Era injusto porque Miguel Hernández admiraba a Lorca.

Se presentaba como pastor-poeta y eso le perjudicó en un ambiente que ahora consideraríamos pijo, pero fue pastor ocasional. Su padre era propietario de un importante rebaño de ovejas y cabras que comercializaba en Barcelona asociado con su hermano Francisco. Fue a colegios privados de jesuitas, acaso de ahí su fe, tan suya, que le acercó al grupo de Sijé, unos jóvenes católicos. Basta leer su revista «El Gallo Crisis». Son notables sus poemas religiosos de aquel tiempo. Sus lecturas, que fueron muchas, se debieron a los consejos y a la biblioteca del entonces canónigo Almarcha. Años después, recién acabada la Guerra Civil, el poeta confesó a su protector: «Don Luis, nos ha podido separar la política, pero la religión no». Y así fue. Buero, que coincidió con él en la cárcel de Conde de Toreno, y al que se debe su célebre retrato a lápiz, le consideró creyente fervoroso de un «Dios cósmico» enraizado en la Naturaleza. Esa fe «suya» nunca decayó.

Iniciada la Guerra Civil, probablemente convencido por su amigo cubano y comunista Pablo de la Torriente, el poeta se incorporó como comisario de Cultura al Quinto Regimiento que mandaba Valentín González «El Campesino». Recorrió los frentes leyendo versos, pero sin intervenir en acciones militares. Cuando le detuvieron creyó en la Justicia de los vencedores. Terrible ingenuidad. Es notable el episodio del palacio incautado del conde de Heredia-Spínola, sede de la Alianza de Intelectuales Antifascistas. Miguel Hernández llegó del frente y encontró a sus colegas en una fiesta con opípara cena. No era la primera farra que presenciaba. Le indignó la cena mientras en Madrid se pasaba hambre. Era un ser limpio, sin dobleces, sincero.

El poeta se encaró con los presentes y gritó: «Aquí hay muchas putas y muchos hijos de puta». María Teresa León, la mujer de Alberti, le derribó de un puñetazo rompiéndole un diente. Desde entonces Miguel Hernández y los Alberti enfriaron su relación. El incidente lo recogen Memorias de la época. Aquel enfrentamiento se llegó a relacionar con el hecho de no figurar Miguel Hernández en la lista de posibles asilados entregada por la Alianza de Intelectuales Antifascistas al encargado de negocios de Chile, Carlos Morla. María Teresa León escribió mucho después que el poeta no quiso figurar porque deseaba volver al frente, pero el frente ya no existía. Morla aseguró en un libro que su nombre no aparecía. Se dijo que sí estaba en una primitiva relación. Si fue así ¿Quién lo borró? Tampoco se contó con Miguel Hernández en el viaje a Valencia, camino del exilio, de Alberti, María Teresa León y otros compañeros de la Alianza.

Le pregunté sobre el tema a Alberti en El Puerto, pero alguien interrumpió la conversación en su inicio. Me quedé sin saber qué pasó. No insistí. La columna de Ussía y el ministro de Cultura sin cultura, que decidió asistir al circo –¡más cómodo entre payasos!– y no representar a España en Notre Dame, me han llevado a escribir sobre mi admirado Miguel Hernández.

  • Juan Van-Halen es escritor y académico correspondiente de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando
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