El ridículo
El títere, el muñeco de trapo, el de la fregona, el de la maleta, el de la «República de los 8 segundos», supo que su destino había cambiado. Y pasó de ser un fracasado golpista en pos de una Cataluña independiente a ser el presidente efectivo de su odiada nación, España
Ridículo el mío. Y además, compartido por millones de españoles. Me explico. Y al explicarme, me acuso. Y me declaro culpable.
Cuando Puigdemont, ayudado por el PP de Soraya, huyó de España en el portamaletas de un coche perfectamente identificado rumbo a Waterloo, me fijé en lo más insustancial. La superficialidad grotesca de su fuga autorizada. Y le dediqué diferentes textos de desahogado recochineo. El cobarde —que lo es—, que lidera un golpe de Estado, que proclama una «República de Cataluña» vigente durante ocho segundos, que abandona a los que le ayudaron, evitando su estancia en la cárcel, y que jugaba a jefe de Estado en el exilio, cuando el exilio era consecuencia de una decisión suya y aparentemente desnuda de dignidad. Y en esos detalles me mantengo, pero no en mi falta de visión para aventurar su porvenir.
Hoy es el presidente del Gobierno de España.
Con su ridículo aspecto, su megalomanía, su cobardía y sus inauditas pretensiones, Puigdemont se convirtió en una figura ridícula que detestaron centenares de miles de sus seguidores. Gobernaba en España un retal del Partido Popular, y su presidente del Gobierno, en lugar de convocar elecciones generales, se sometió a una moción de censura tramposa y deprimente, cediendo su escaño al bolso de su persona de confianza mientras él lamentaba su error en un bar cercano al Congreso de los Diputados. Puigdemont se hartaba de mejillones en Waterloo y el presidente del Gobierno de España asumía la traición del PNV y se sometía a una moción de censura presentada por el PSOE y el más tramposo y chusco de los dirigentes socialistas, el que fue expulsado del PSOE por hacer trampas en unas elecciones del partido.
Los votos de Junts, sumados a los socialistas, los catalanistas de «Esquerra», los traidores del PNV —la ultraderecha vasca—, los herederos de la ETA, los comunistas de Podemos y el BNG, y el apoyo del solitario Quiralte, un aprovechado turolense con domicilio en Valencia, hicieron presidente del Gobierno a Sánchez. Eso creíamos todos los españoles. Y eso creían los socialistas, comunistas, ultraderechistas del PNV y ultracomunistas —joé—, de Podemos. Desde aquel momento, el títere, el muñeco de trapo, el de la fregona, el de la maleta, el de la «República de los 8 segundos», supo que su destino había cambiado. Y pasó de ser un fracasado golpista en pos de una Cataluña independiente a ser el presidente efectivo de su odiada nación, España.
Y hasta aquí y de esa manera, hemos llegado.
Por circunstancias y coincidencias que se unen en la política, un separatista, un antiespañol —también lo son muchos socialistas, y los terroristas, y los ultraderechistas, y los podemitas, y los sumaristas, y los que han apoyado al odio a cambio de ensanchar la cloaca de la corrupción en España—, se ha convertido en el presidente de España en funciones.
Sánchez depende de Puigdemont.
Y Puigdemont gobierna en España desde Waterloo.
Sí, el de la maleta del coche, el de los 8 segundos, el que abandonó a los suyos, el que lideró un golpe de Estado violento, el que traicionó a sus partidarios, el que sometió a España a un ridículo internacional… hoy es el presidente del Gobierno español. Ha pasado de ser un títere de Sánchez a manejar a Sánchez como a un muñeco de guiñol.
Y el ridículo lo hemos hecho los que tanto nos reíamos de las majaderías, cobardías y estercolamientos del forajido fugado.
Me lo tengo que ver. Pero no dudo del diagnóstico de quien me lo vea.
El ridículo es usted. O sea, yo.
Y el presidente del Gobierno, Puigdemont.