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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Elogio de la coherencia

García Ortiz, con su firme postura, se empecina en seguir siendo lo que fue desde que Sánchez le nombró: un esbirro. Como el presidente del Tribunal Constitucional, que está ahí para obedecer

Actualizada 01:30

Hoy he amanecido bien descansado. Desde la ventana de mi despacho, lucen los maravillosos y efímeros amarillos de una mimosa gigante, aparentemente centenaria. Un árbol que anuncia la primavera. Y creo que ha llegado el momento de escribir un texto elogiando la coherencia, la honestidad y la decencia. Se me ha olvidado apuntar en el presente preámbulo que he contado en mi prado seis petirrojos. ¿Qué derecho tengo a crear un artículo malhumorado, una síntesis de la amargura?

Me atrevo a afirmar que el Fiscal General, don Álvaro García Ortiz, se me antoja como ejemplo de coherencia y honestidad. Lucha y combate contra todos los elementos por mantenerse ejemplar y limpio. Si García Ortiz hubiera optado por hacer caso a los que le exigen la dimisión y su reconocimiento de culpa, García Ortiz habría caído en la traición conceptual. La honestidad también comprende la firmeza en los comportamientos públicos. Se le pide, se le apremia, se le empuja —por sus propios compañeros y subordinados—, a la dimisión. De hacerlo, García Ortiz estaría en trance de traicionar su sentido de la vida. Un esbirro sólo es honesto y coherente si actúa como un esbirro. Un empleado agradecido jamás se ennoblece desobedeciendo a quien le ha dado todo. Un pelota que no haga la pelota, es un desleal. Y Álvaro García Ortiz está dando ejemplos diarios de pulcra decencia, coherencia y lealtad. De reconocer sus gravísimas faltas, errores y manipulaciones groseras, el Fiscal General perdería todo mi respeto. Se sabe esbirro, y de ahí no hay quien le mueva. Y esa perseverancia en la resistencia le convierte en un héroe del sentido de su honor. Para una abrumadora mayoría de los españoles, García Ortiz está obligado a dimitir por la presumible comisión de graves delitos desde su atalaya justiciera. Pero esa dejación de su cargo sería una acción indecente y deshonesta con el que tuvo la ocurrencia de designarlo para tal fin.

Compárese su respeto a la servidumbre y a la claudicación de sus privilegios, con la trayectoria fluctuante de aquel concejal socialista y ocupador de tertulias, el socialista Carmona, que dio el braguetazo desde la Alcaldía de Manuela Carmena al Consejo de Administración de Iberdrola. Recuérdese su vibrante alocución mitinera denunciando la existencia de las puertas giratorias de algunos políticos del Partido Popular. «No se puede tolerar que después de pasar por la política se sienten en los consejos de administración de las más importantes empresas de España con unas dietas de 300.000 euros al año». Aquel Carmona nos emocionó a todos. Sucede que no supo mantenerse en su ejemplaridad, y cuando fue invitado a abandonar la política, en la que fue untuoso y pegajoso halagador profesional, se topó con las puertas giratorias que pusieron en sus narices Sánchez y Galán, y se sentó en el Consejo de Administración de Iberdrola con —eso dicen—, 400.000 euros de dieta a cambio de su bruída sabiduría en el mundo de la electricidad. Carmona cayó en el indecente espacio de la incoherencia, en tanto que García Ortiz, con su firme postura, se empecina en seguir siendo lo que fue desde que Sánchez le nombró: un esbirro. Como el presidente del Tribunal Constitucional, que está ahí para obedecer, como tiene que ser, sin disfraces ni otras zarandajas colaterales.

Si en la política española, en sus instituciones mutiladas pero aún supervivientes, hay alguien digno de elogio y homenaje, ese es el Fiscal General del Estado —antes Reino—, que se ha conducido con una emocionante lealtad, obediencia y calamidad a quien le nombró para secuestrar la independencia de la Fiscalía en beneficio de Yo Mi Persona. Un García Ortiz dimitido —aunque pueda ser expulsado y en un futuro, engrilletado por su coherencia—, nos ofrecería una imagen de decoro adversa a su voluntaria condición de corchete y galafate del poder. La obediencia ciega, la mentira encadenada, la falsedad sostenida y la caradura indestructible son virtudes dignas de elogio y admiración.

Lo bueno y lo malo son condiciones opinantes. La difícil y arriesgada profesión de esbirro, llevada hasta la cumbre del cumplimiento, es consecuente, decente y coherente. Y eso es lo que necesitamos en nuestra admirable izquierda, más aún que una mariscada de sindicalistas.

Reciba mi sollozada admiración.

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