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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Volver a Mariano por un día

Como gobernante puede gustar más o menos, pero como parlamentario gastaba un remango que se añora, como se vio ayer en su faena ante el acoso separatista

Actualizada 10:05

Al ver a Rajoy, de 69 años, toreando con su sorna maestra, esquivando con arte las cornadas reviradas de los separatistas en una oprobiosa comisión de investigación antiespañola, me vinieron a la cabeza aquellos días…

…en 2004 me encargaron en mi periódico seguir la campaña electoral de Rajoy por toda España, paliza instructiva, porque te pateas el país. La caravana de periodistas saltaba de mitin en mitin a bordo de un pequeño avión fletado para la ocasión. Un día corría una mañana de perros y nos tocaba volar a San Sebastián, con su micro pista de aterrizaje. Pero nuestro animoso piloto —un veterano de gafas de sol hasta durmiendo y sonrisa ganadora ensalzada por un piño de oro—, se vino arriba y soltó la siguiente arenga por la megafonía: «Nos dicen que el avión del candidato renuncia a aterrizar en Fuenterrabía por el temporal. Pero nosotros, ¡pa bajo y que sea lo que Dios quiera!».

Semejante proclama kamikaze nos dejó a todos temblando, con algún pequeño brote de histeria incluido. A partir de entonces, con ese humor negro tan español, los gacetilleros pasamos a apodar a nuestro osado comandante como Mohamed Atta.

En la noche del 9 de marzo, dos días antes del final de la campaña, el candidato Mariano, entonces de 49 años, se acercó a departir informalmente con los periodistas en un hotel de Zaragoza. «Las cosas han ido mejor que peor —vino a decir Mariano con su jerga marianesca—, las encuestas nos sitúan por delante. Si no pasa nada excepcional, vamos a ganar las elecciones».

Pero pasó algo excepcional: el más salvaje atentado de la historia de España.

En la noche del 10, Rajoy ofreció un mitin en Barcelona. A la mañana siguiente nos levantamos muy temprano para viajar a San Sebastián, donde se celebraría un mitin matinal previo al gran cierre en Sevilla. Rumbo al aeropuerto de El Prat escuchamos en la radio del autobús las estremecedoras y todavía confusas informaciones que llegaban desde Atocha.

La campaña quedó suspendida y nos llevaron a Madrid. Nunca olvidaré aquel vuelo de Iberia. No soy muy lírico, pero todavía me emociona recordar a aquellas azafatas cumpliendo sus tareas con lágrimas en los ojos, la unión absoluta de todos en el dolor, las oraciones. Los silencios gritaban en aquel avión.

Luego el PSOE hizo algo repugnante. Instrumentalizó la tragedia políticamente –como hace ahora con la de Valencia– y llegó al extremo de montar manifestaciones ante las sedes del PP en la jornada de reflexión. Zapatero ganó las elecciones e introdujo a España en la senda del guerracivilismo y la alianza con el separatismo, la demolición que ahora culmina Sánchez.

Tras su pinchazo de 2004, Rajoy necesitó siete años para ganar. Lo hizo a lomos de la durísima resaca de la crisis subprime y con una mayoría absoluta que luego desaprovechó.

De familia de buenos juristas gallegos, Mariano era un chaval inteligente y un portento memorístico, que tras estudiar Derecho en Santiago se convirtió con solo 23 años en el registrador más joven. Luego se metió en los jardines de la política gallega, al tiempo que disfrutaba de una soltería dilatada y lúdica, que prolongó por un tiempo tras su salto a Madrid. Pero a pesar de pasarse toda su vida adulta en el coche oficial, su espíritu no era el de un político, sino más bien el de un alto funcionario. Rajoy era perfecto… si se le asignaba una tarea (por ejemplo, nadie cortaba las cabezas de los barones regionales tachados por Aznar con más suavidad, casi le daban las gracias tras el almuerzo-killer).

Sin embargo, carecía de una carga ideológica bien definida. Aspiraba a una gestión «razonable» de las cosas y se conformaba con ella. Su espíritu evocaba el de un agradable señor salido de un casino provinciano de antaño, un conservador tolerante, con mucho sentido del humor y sin gana alguna de meterse «en líos». Pero resultó —ay— que la política española del siglo XXI se había convertido en un espinoso lío, porque frente a él había un plan cerrado para liquidar la obra de la Transición mediante una coalición de la izquierda y el separatismo. Y eso no lo vio venir.

Como jefe de recursos humanos tampoco estuvo fino. Le alquiló la maquinaria a Sorayita. Pero resultó que no era tan lista como ella hacía ver, sino más bien lo contrario, o no mucho más (se me acaba de pegar la jerga marianista). Algún ministro, como el de Interior, cantaba a leguas que era un peligro.

Llegado al Gobierno, Rajoy se encontró con la economía tiritando y dedicó a ello todos sus esfuerzos (que fueron muchos, pues la caricatura del vagazo de puro, güisqui y Marca era mendaz e injusta). Centrado en evitar la bancarrota, se desentendió de la liza ideológica, en la que nunca creyó.

Después hubo de lidiar con el golpe catalán, donde su espíritu institucional lo llevó a esperar por el PSOE para atajarlo, lo que permitió una crecida que habría sido evitable, pues Sánchez remoloneó más de lo debido (y además hoy sabemos que jugaba con doble baraja).

Su presidencia la considero mejorable. Pero aun así, veo al reaparecido Mariano, repartiendo mandobles irónicos en el Congreso a una comunista lega y fanática y a los más sañudos enemigos de España, y todas mis simpatías están con él. Este tío me cae bien, no puedo evitarlo. Se echa de menos su agudeza oratoria y también su buen carácter, su fair play, que demostró con creces cuando un chaval le partió la cara –literalmente– de un puñetazo en Pontevedra y evitó cualquier utilización política, o cualquier aspaviento narcisista (imagínense si le ocurriese a Mi Persona).

Rajoy, el más grato de los contertulios, es un buen tipo, al que le tocó barrer la cocina de una lamentable corrupción genovesa que no había iniciado él. Un probo servidor público, aunque para recibir el título de estadista se requiere subir un peldaño más. Lástima que nunca se animase, pues tenía cabeza para ello y se habrían evitado muchas de las actuales calamidades.

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