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HorizonteRamón Pérez-Maura

El Mario que admiré

Se metió en política en su Perú natal cuando ya se había desencantado del socialismo, un proceso que tan maravillosamente describe en 'Historia de Mayta' uno de sus libros menos populares

Actualizada 10:15

Lo más admirable de Mario Vargas Llosa para mí fue que por encima de su brillantez intelectual fue un hombre que dio batallas políticas en defensa de la libertad individual. Y eso es muy poco común. Se metió en política en su Perú natal cuando ya se había desencantado del socialismo, un proceso que tan maravillosamente describe en Historia de Mayta, uno de sus libros menos populares. Siguió metiéndose en polémicas de las que casi siempre salía bien parado y en lo personal hizo siempre lo que le apeteció. No haré yo un elogio de esas actitudes, pero sí demuestran su libertad. Guste o no guste.

Mi primera mujer, Clara Isabel de Bustos, y yo tuvimos a los Vargas Llosa cenando en casa en noviembre de 2000 poco después de publicar La fiesta del Chivo, para mí su obra cumbre. Vinieron con Linda y Carlos Alberto Montaner, otro liberal infatigable. La conversación sobre el tirano Trujillo fue deslumbrante. Pero recuerdo muy bien cómo el único personaje sobre el que Mario no se atrevía a dictar sentencia política era sobre Joaquín Balaguer, que cooperó estrechamente con Trujillo y luego fue presidente electo de la República Dominicana durante diez años. Yo sentía una gran admiración por él por el encendido discurso que Balaguer, ya ciego, había hecho sobre la Hispanidad en la primera Cumbre Iberoamericana en México en 1991, donde otros presidentes salieron a arremeter contra el legado español. Carlos Alberto discrepaba de mí y el diálogo fue fascinante. En esta hora no puedo olvidar la terrible muerte de Montaner, víctima de una enfermedad neurodegenerativa, que sumada ahora a la de Mario y a la de mi mujer en 2003 hace que ya hayan fallecido la mitad de los asistentes a aquella cena.

Una característica quizá menos conocida en él era su inquebrantable lealtad a sus amigos. Y yo no era un amigo, simplemente tenía una buena relación personal. Con la muerte de Hugh Thomas en mayo de 2017, su funeral en el centro de Londres, en la iglesia de St Martin-in-the-Fields, no se celebró hasta el 17 de octubre de 2018, la fecha fue cambiada varias veces, Mario siempre dio prioridad a esa cita sobre cualquier otra que hubiera tenido. Su admiración por Hugh era enorme.

Confieso que yo nunca había asistido a un 'funeral' anglicano. Por explicarlo brevemente, salió un pastor, dijo dos o tres frases y se sentó. No volvió a intervenir hasta el final de la ceremonia para despedirnos. Mario y yo estábamos sentados con sir John Elliot por que a los tres nos habían pedido que hiciéramos discursos mortuorios que en los tres casos fueron laudatorios. Hablaron también algunos de sus familiares y fue una ceremonia muy emocionante. Pero lo más increíble de aquella conmemoración fue cómo Vargas Llosa recordó que Thomas, ferviente europeísta, abandonó el Partido Conservador británico tras la derrota de Margaret Thatcher y lo hizo, sobre todo, por el «auge del euroescepticismo» entre las filas tories. Más tarde, ya en 1997, fue nombrado miembro de la Cámara de los Lores por el saliente Gobierno conservador de John Major y en la cámara se sentó con los liberal-demócratas por su europeísmo. Mario admiraba en Thomas su recorrido político por haber sido laborista, después conservador con Thatcher —aunque muchos no lo crean, ella era europeísta en la década de 1980— y finalmente liberal-demócrata. Pero siempre europeísta. Principio que Thomas y Vargas Llosa compartían.

Y quiero terminar recordando que ese europeísmo de Mario se tradujo en una firme defensa de la integridad de España en la que probablemente fue su última gran cruzada política junto a Mariano Gomá. No tenía ninguna necesidad de meterse en ese fregado, pero lo hizo. Como siempre porque creía en el principio que proclamó François Mitterrand en el Parlamento Europeo: que el nacionalismo es la guerra. Y la única batalla que él quería dar era la intelectual, la de las ideas que generan libertad.

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