El Papa que conocí
Nos dice que quiere dirigirse a los creyentes y a los no creyentes. Él no lo sabe, pero ya hay una estancia en el hospital Gemelli que le aguarda por si algún día lo necesita. Tardará en hacerlo
Si esperan que les hable en esta columna del Papa revolucionario, del vendaval de Francisco, del reformador de la Iglesia, de su papado rompedor, del sospechoso cariño de la izquierda a su figura, de la expedición española sin Sánchez y con Feijóo, no es este el artículo que buscan. Este es un apunte a vuela pluma de unos días de marzo de 2013 cuando tuve la suerte de ir como enviada especial de ABC, mandada por mi entonces director -y ahora también- Bieito Rubido, para cubrir la despedida de Benedicto XVI tras su retirada y el cónclave que elegiría a Jorge Mario Bergoglio como Santo Padre. Uno de los viajes profesionales más fecundos de mi modesta vida periodística. El Vicario de Cristo llegaba de la periferia, de Latinoamérica, hablaba español. Hacía historia.
Bergoglio había llegado a Roma para elegir al sucesor del Papa Ratzinger y no dejó que nadie le sacara su ropa de la maleta. Allí, arrugado, estaba su abrigo negro, un sobretodo con el que paseaba por la Ciudad Eterna, tras el arreglo que le hizo una modista mayor y gruñona de Buenos Aires. Cuando el humo de la chimenea vaticana albeó el cielo, la prenda con la que se le identificaba siguió dentro de la maleta. Pero el domingo anterior, los cardenales electores celebraron una misa en varias Iglesias romanas. Todos menos el padre Jorge, que se escapa a almorzar con una anciana de 92 años, hermana de un arzobispo muy querido por él que acababa de fallecer. Deja plantados a los amigos de su hermana María Elena que quieren convidarlo a comer. María Elena es para Jorge su ojito derecho, a la que siempre afea que haya engordado y no se cuide. Ella, a su vez, le reñía a él por dedicar demasiadas horas a jugar al fútbol en el barrio. Como todos sus amigos, Jorge sueña con comerse La Bombonera y es un hincha impenitente del Club Atlético San Lorenzo de Almagro.
Fue a María Elena a la primera que llamó tras el habemus papam. El humo blanco le ha dicho al mundo que es el nuevo Pontífice. Y Francisco ya no llevará su casulla negra. Ahora, ante la Prensa entre la que me cuento, aparece de blanco y le rodea la curia vaticana. Nos dice que quiere dirigirse a los creyentes y a los no creyentes. Él no lo sabe, pero ya hay una estancia en el hospital Gemelli que le aguarda por si algún día lo necesita. Tardará en hacerlo. En su familia saben que odia las batas blancas de los médicos. Ya se lo dijo a su madre, Regina, cuando a los 22 años Jorge tiene que ser intervenido y le extirpan medio pulmón derecho. Lo contó a sus biógrafos: «Hubo días de incertidumbre porque no se acertaba en el diagnóstico». A su madre le dio el susto de su vida.
Ha decidido no vivir en el Vaticano, como sus antecesores, sino en la Casa Santa Marta y un domingo de la tibia primavera de 2013 recibe a los periodistas que nos hemos desplazado a contar que ya es el sucesor de Pedro. Nos habla en un italiano mejorable con toque porteño. Hijo de emigrantes piamonteses, creció en un patio bonaerense, en Flores, con un limonero y un pomelo. No es el huerto claro de Dueñas que Machado pintó en su Retrato, sino más lúgubre, donde los niños dibujaban dieguitos y mafaldas.
Delante de los periodistas que le miramos con curiosidad parece nervioso. Yo lo estaba. Todos, vigilados por la Guardia Suiza. Los plumillas escrutamos cada pliegue de su sotana, cada una de sus palabras rotundas y evangélicas. Nos imparte la bendición. Comenzaba un pontificado que ha durado doce años largos y que ha terminado un lunes de Pascua con el mundo hundido en el caos.