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Cartas al director

Misericordia y paz

«La Iglesia profesa y proclama la conversión (…). La conversión a Dios es siempre fruto del reencuentro de este Padre, rico en misericordia. El auténtico conocimiento de Dios, Dios de la misericordia y del amor benigno, es una constante e inagotable fuente de conversión, no solamente como momentáneo acto interior, sino también como disposición estable, como estado de ánimo». Palabras sabias y acertadas de San Juan Pablo II que fueron muy leídas en su momento, pero en muy menor escala puestas en práctica, y ahora tal vez olvidadas.

Nos quejamos continuamente de las guerras, de la falta de paz, de lo difícil que se hace la convivencia. Siempre encontramos motivos para alterar la paz: en la vida familiar, profesional o social. Y es que queremos una paz a nuestra manera, como si la paz no fuera una palabra unívoca. Prima el egoísmo, la propia supremacía y nos falta comprensión, tolerancia y hasta entendimiento para evitar cualquier tipo de confrontación.

Vivimos, a veces, un tanto alejados de la contemplación de la misericordia divina, «el atributo más estupendo del Creador y del Redentor». La Iglesia predica la misericordia divina, quiere que todos los hombres se acerquen a las fuentes de esa misericordia del Salvador, de las que es depositaria y dispensadora. Vienen a cuento las palabras atribuidas a Santa Teresa de Jesús, o mejor, escuchadas por la santa en un momento de su oración personal: «Teresa, yo he querido... Pero los hombres no han querido». Sí, es el discordante y contradictorio comportamiento humano, la respuesta humana a la Voluntad de Dios y el respeto de Dios hacia la libertad humana que Él mismo quiso para nosotros, como también quiso y quiere la paz.

Juan Antonio Narváez Sánchez

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