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Editorial

Sánchez tolera la persecución del español en las aulas

Al caso catalán va a sumársele el vasco, con la complicidad de un Gobierno que debiera ser un freno pero es su peor acelerador

Actualizada 09:12

Cuando prospere la nueva ley educativa vasca, ahora en fase de proyecto y hermanada ideológicamente con la catalana, culminará la vieja aspiración a exterminar el uso del español en la escuela pública, en ese proceso de inmersión que supera el ámbito pedagógico para convertirse en una funesta herramienta de construcción de identidades nacionalistas excluyentes.

El español, al igual que en Cataluña, se trata como una lengua invasiva, incómoda, colonialista e incompatible con la condición del «buen vasco», lo que supone una agresión a los derechos de los niños, amén de una injusticia histórica: es tan lengua suya como la autonómica, y juntas componen un rico tesoro que todo gobernante decente debería cuidar.

No es el caso en ambas regiones, que han edificado buena parte de su proyecto independentista en la persecución de todo aquello que deconstruya el delirio nacionalista, sustentado en una historia ficticia de enfrentamientos con el resto de España y en la eliminación de todo símbolo natural que conserve los indivisibles lazos.

Que existan partidos con esos objetivos es tal vez un mal inevitable en una democracia garantista con casi todas las ideas; pero que cuenten con el respaldo de otras formaciones teóricamente respetuosas con la Constitución y con una idea nacional de España, es bien distinta.

Y ése es el triste papel que ha decidido ocupar el PSOE, con sus sucursales regionales o, directamente, desde el Gobierno. Porque al respaldo de las filiales socialistas vasca o catalana, por acción u omisión, a los planes empobrecedores de los Gobiernos nacionalistas se le añade el triste apoyo de Pedro Sánchez, subordinado en esto y otros ámbitos al chantaje nacionalista.

No sólo no garantiza el Gobierno el precepto constitucional sobre el uso del español, que es un derecho y una obligación al mismo tiempo vigente en toda España, sino que incluso desoye ya la catarata de sentencias del máximo rango que recuerdan la necesidad de incorporar, defender y respetar el uso del español en las aulas de aquellas comunidades.

En ningún país serio hay debate alguno al respecto del estatus de su lengua oficial, y mucho menos se aceptan las imposiciones ilegales de nadie. Salvo en España, la única excepción mundial en esa materia y el solitario ejemplo de tolerancia hacia el abuso.

La existencia de lenguas cooficiales es un patrimonio de España, y una prueba de su larga y rica historia; nunca un indicio probatorio de naciones sojuzgadas por un centralismo irredento: solo las naciones con solera acumulan un profundo legado cultural, político, lingüístico e histórico.

El vasco, el catalán o el gallego son también patrimonio español, y el idioma común lo es de cada una de sus partes. Legislar contra esa certeza es inadmisible. Pero permitir que prospere es, además, un peligro inaceptable que Sánchez lleva años alimentando con desprecio por su país y una dejación de funciones sin precedentes que ya ni siquiera parece probable que pueda detener el Tribunal Constitucional, alineado con tan indigna causa.

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