Con Israel, sin fisuras y con cabeza
El Estado hebreo es la embajada occidental en el infierno y debe sentirse acompañada y condicionada por el respaldo de todos
No hay que equivocarse de escenario ni equiparar a Israel con ese auténtico eje del mal que encabeza Irán, gran promotor de la desestabilización de Oriente en su inocultable deseo de minar o acabar con Occidente, un propósito tan inviable como cruel y sostenido.
Israel es una especie de embajada occidental en el infierno fundamentalista, que padece todas las barbaridades de enemigos que, siendo primordialmente suyos, lo son de todos también: asumir ese castigo en defensa de unos valores compartidos, y defenderlos con una resistencia encomiable, merece un reconocimiento y un respaldo que a menudo no tiene.
Solo hay que ver la desastrosa diplomacia española en este frente, como en tantos otros, consistente en recibir los aplausos de Hamás, reconocer al margen de Europa a Palestina y sumarse a la demagogia de querer sentar a Israel en la Corte Penal Internacional, algo que Pedro Sánchez no ha pedido ni para Nicolás Maduro ni para los clérigos integristas que devastan, desde sus regímenes totalitarios, la paz en el mundo.
Los estragos que genera una guerra siempre son, por definición, terribles. Y no se puede cerrar los ojos al drama que sin duda padece la población civil de las zonas afectadas, a menudo secuestradas por las milicias que dicen hablar en su nombre. Esa certeza obliga a Israel a buscar la forma de compatibilizar su legítimo derecho a la defensa con la mayor protección posible de los derechos humanos, desde la certeza de que la civilización nunca debilita como sí lo hace la barbarie.
Pero desviar el foco sobre lo que ocurre en aquel avispero del mundo, para situarlo en el Estado hebreo, es un despropósito descomunal que acaba legitimando de algún modo a los culpables de todo: Teherán, símbolo de la involución islamista que algunos frívolos llegaron a calificar de «primavera árabe» con infinita negligencia; y todos sus satélites yihadistas, con Hamás en Gaza, Hizbulá en el Líbano y los hutíes en Yemen actuando como auténticos ejércitos terroristas dispuestos a todo.
Asistimos en directo a una batalla que excede del ámbito doméstico y apela a la supervivencia de Occidente, en un contexto geopolítico muy complejo en el que otros actores, como Rusia o China, percuten también contra el modelo social encarnado por Europa y los Estados Unidos, sostenido en los valores de la igualdad, la libertad y la cultura.
El feroz ataque de Irán a Israel, en el aniversario de la matanza de 1.200 hebreos y el secuestro de otros 250 a manos de unos salvajes sin escrúpulos, es un desafío internacional que debe responderse con una mezcla de contundencia y contención, las dos virtudes aplicadas por Israel en sus brillantes operaciones contra Hizbulá de las últimas semanas.
Porque el riesgo de guerra global existe y es sobrecogedor. Tanto como no hacerle sentir a Israel que no está solo, que su lucha es la nuestra y que, precisamente por eso, puede y debe tomarse el tiempo necesario para adoptar una respuesta a la altura del desafío, acompañado por quienes se sienten señalados por la misma amenaza y dispuestos a replicarla sin perder su identidad.