El fiscal general debe dimitir, y Sánchez también
El Supremo confirma la escandalosa operación de la Moncloa para derribar con juego sucio a un rival político
Con un demoledor auto desde el Tribunal Supremo, el juez Ángel Hurtado ha colocado el escandaloso comportamiento del fiscal general del Estado en el lugar que siempre estuvo: el de un supuesto servidor público que, a las órdenes de la Moncloa, se sirvió de su posición para urdir una bochornosa operación de derribo de una adversaria política, Isabel Díaz Ayuso, bajo las órdenes de su mentor, el presidente del Gobierno.
Todo ello estaba ya más que acreditado por el sentido común, las investigaciones de la UCO, las escandalosas huellas documentadas dejadas por los responsables e incluso el testimonio y las pruebas aportadas por uno de los convocados a la burda campaña orquestada, el socialista Juan Lobato, destituido por negarse y sustituido, a más inri, por uno de los inductores aparentes de todo, el entonces director de Gabinete de Pedro Sánchez, Óscar López.
Por mucha confusión que hayan querido generar los defensores del Gobierno, que acostumbran a malversar los hechos constatables para recrear una realidad ficticia acomodada a los intereses de su patrocinador, el denso auto del juez Ángel Hurtado clarifica la inaceptable secuencia de los hechos y deja poco lugar a la duda o la interpretación.
Con el probable estímulo inicial del Ministerio de Hacienda, cuya titular adelantó en los pasillos del Congreso los problemas judiciales del novio de Ayuso que no debía conocer y mucho menos difundir; se puso en marcha una estrategia a tres bandas con el único objetivo de acabar con la presidenta de la Comunidad de Madrid.
Está acreditado que el fiscal general reclamó la documentación de un ciudadano encausado a una subordinada, que esta la reclamó y se la envió; que después todo ello terminó en la Moncloa y que, desde allí, se le filtró al secretario general de los socialistas madrileños para que la hiciera pública en el Parlamento autonómico.
Se rompió la cadena de custodia de unas conversaciones privadas entre el abogado de un investigado y la Fiscalía, cuya privacidad está protegida por la ley, para instruir a partir de ahí una causa general contra un contrincante, utilizando para ello recursos públicos, saltándose la legislación y recurriendo a métodos más propios de un régimen autoritario y mafioso.
Que además lo publicaran parcialmente los medios de comunicación más cercanos a Sánchez, alguno con una directora premiada a continuación con un puesto en el Consejo de Administración de RTVE, es irrelevante al lado de la anterior. Como también lo es que el jefe de Gabinete de Ayuso, Miguel Ángel Rodríguez, difundiera una parte de esas conversaciones privadas, obviamente con el permiso de su propietario.
Lo sustantivo es que el responsable del Ministerio Público se prestó a comportarse como un vulgar esbirro. Y más grave aún es que lo hiciera atendiendo las evidentes instrucciones de la Moncloa, tal y como señala el Tribunal Supremo gracias a las detalladas investigaciones de la UCO de la Guardia Civil.
Que Sánchez mantenga a Álvaro García Ortiz en un puesto que deshonra, y que incluso tenga la desfachatez de exigir que le presenten disculpas, no solo refleja el desvarío autocrático de un presidente echado al monte.
También es una manera de sostenerse a sí mismo cuando, tal vez, el imputado por este y otros casos sea él mismo y el Congreso tenga que conceder el suplicatorio imprescindible para que el Supremo pueda abrirle una causa. En una democracia sólida y respetada por quienes operan en su nombre, este nefando fiscal general hubiera dimitido ya con oprobio.
Y desde luego también su mentor, autor intelectual de una infamia sin precedentes desde 1978. Sánchez no quiere sentar el precedente de una destitución, en fin, porque sabe que en ese viaje debería marcharse él mismo: prefiere crear un precedente de insurgencia que uno de decencia, por lo que a él mismo, cada día más, parece esperarle. Nada menos que el banquillo del Tribunal Supremo.