Réquiem por el ingenio político
Para ser ingenioso hay que tener lecturas, supone un cierto esfuerzo, excluye las neuronas perezosas, y vivimos en tiempos del mínimo esfuerzo, del todo vale y, por mucho que nos quejemos tenemos los políticos que merecemos
El Parlamento era en otro tiempo un espacio de agudezas; luego pareció ser un escenario de mercaderías y hoy, con excepciones notables, es un circo de inconsistencias en el que abundan zafiedades e insultos gruesos. Atravesamos una crisis paralela a la económica, la política o la institucional: la crisis del ingenio que enturbia las demás. Acaso tenga que ver con la crisis de valores y sea un daño colateral, coincidente con la aparición en las Cámaras de ropa adecuada para una excursión pero no para respetar y reconocer la historia del lugar en el que reside la soberanía nacional.
En las sesiones parlamentarias se escuchan gruesas descalificaciones en discursos que sin exabruptos no debilitarían su mensaje y sólo muestran grosería. Las descalificaciones a los adversarios están en el ADN de la controversia política pero las zafiedades no. Como cronista, en la Transición fui testigo de no pocas descalificaciones de unos y de otros. Lo que ocurre es que ahora, tantos años después del rescate de la democracia, se ha perdido la corrección del lenguaje y la cortesía parlamentaria. Ya Baroja, anticipador, tituló su último libro «La decadencia de la cortesía».
Algunos diputados y senadores que llegaron proclamándose adalides de la nueva política, frecuentan escasamente el Diccionario, lo que les lleva a ignorar el significado de las palabras más allá de su uso más o menos mostrenco. Adornan al parlamentario que les contradice con lindezas de grueso calibre como si así consiguieran dar más fuerza y veracidad a sus argumentos. Acaso los lectores recuerden que una diputada lanzó a la bancada contraria en un Pleno un sonoro «que se jodan». Los ejemplos serían innumerables. No entro en los reiterados apelativos de «fascistas» porque no los considero zafios sino nacidos de la ignorancia de la historia; alguien que representa a los ciudadanos merced a sus votos, con un programa democrático detrás, no puede ser considerado fascista; tomo el apelativo como una mera desmesura partidista. En estas líneas me refiero a lo vulgar, a lo grosero y a lo chabacano en contraste con lo ingenioso, lo agudo y lo ocurrente.
Mi memoria de la Transición custodia, sin embargo, ejemplos de ingenio que parecían llegar desde el parlamentarismo antañón, de las épocas de Cánovas o Sagasta, de la Monarquía de Alfonso XIII o de los mejores momentos de la Segunda República. Cualquiera que haya tenido la curiosidad de leer el «Diario de Sesiones» de aquel tiempo comprobará que precisamente en la Segunda República comienza el deslizamiento del lenguaje parlamentario hacia la zafiedad y la descalificación grosera. En la Transición se hicieron célebres algunas muestras de ingenio de Alfonso Guerra que el tiempo ha salvado.
Gozar de ingenio y saber utilizarlo resulta una fatal opción al aislamiento social en el corro de los mediocres y de los vulgares. Para ser ingenioso hay que tener lecturas, supone un cierto esfuerzo, excluye las neuronas perezosas, y vivimos en tiempos del mínimo esfuerzo, del todo vale y, por mucho que nos quejemos tenemos los políticos que merecemos. La sociedad está así. No debemos dejarnos ganar por el fatalismo; las cosas hay que aceptarlas como vienen. Pero no pocos nos sentimos incómodos con esa realidad y nos queda el magro consuelo de denunciarla.
Históricamente el ingenio ha sido más temido que reconocido. Quevedo y Villamediana, entre otros, fueron víctimas de su ingenio; sus palabras fueron temidas más que sus espadas. Quevedo penó su agudeza con años de prisión en San Marcos de León y Villamediana pagó con la vida, muerto de un ballestazo en la calle Mayor de la Villa y Corte. Se dice que a veces al ingenioso le pierde -o le gana- una frase. Leo a Jorge Luis Borges: «Nada puedo opinar sobre Antonio Machado, el hermano de Manuel; no sabía que Manuel tuviese un hermano que escribía». El ingenio bordea a menudo la boutade, pero ésta es el ingenio con minúscula.
El tiempo que nos ha tocado vivir está huérfano de ingenio político. La elite de otros tiempos, que era guardiana de sus saberes, o al menos trataba de serlo, en parte se ha dañado, víctima de un falso igualitarismo por abajo, confundiendo la deseable excelencia con una afectación que acabó traicionándose a sí misma y desembocando, paradójicamente, en una realidad hortera. Es un tiempo en el que impera la mediocridad que no es otra cosa, como consideraba el recordado Javier Marías, el «enorgullecimiento de la ignorancia». Y su desembocadura es a menudo la zafiedad.
Sería interesante que alguno de nuestros jóvenes universitarios empleara inteligencia y tiempo en escribir una tesis sobre la decadencia del lenguaje en nuestro Parlamento. La oratoria en general ha caído en desuso y singularmente la oratoria parlamentaria; todo se lee, incluso las intervenciones escritas para responder a lo que aún el interpelante no ha expuesto. Es el caso de la interminable intervención de Sánchez en la reciente moción de censura.
Antes de su definitivo réquiem propongo la recuperación del ingenio perdido, de la agudeza acorralada. No pido sino que tratemos de salvar el ingenio como otros tratan de salvar a las focas. Escribió La Bruyére que «el silencio es el ingenio de los tontos». Yo creo que el ingenio de los tontos es la zafiedad. Tratan de conseguir con un exabrupto lo que no pueden lograr con argumentos desde un talento que no tienen. Miren alrededor: el Gobierno, al menos en parte, es un penoso ejemplo.
- Juan Van-Halen es escritor y académico correspondiente de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando