Lo obligatorio y lo prohibido
Nuestra vida camina, y en el caso de España la realidad es tan evidente como preocupante, hacia un totalitarismo extremo en el que lo que no está prohibido es obligatorio
La vicepresidente Yolanda Díaz, la que a menudo discrepaba del Gobierno al que pertenece hasta que Sánchez le dio la alternativa, quiere limitar las compras de viviendas si no son para vivir, dificultar las hipotecas de tipo variable, y que los contratos de alquiler sean indefinidos –supongo que con derecho a okupación–, además de facilitar una casa a los inmigrantes ilegales. La gentil facultativa Mónica García, la que cobró durante meses dos sueldos sin renunciar al que tenía en la Asamblea de Madrid e ignoraba que su marido cobraba el bono social térmico, quiere vigilar a los madrileños ligones regulando las aplicaciones de citas por internet. La ministra Ione Belarra, muy fina ella, declara en una entrevista que le dan suerte las bragas moradas, natural, y que acaso por el influjo de esa prenda existe la Ley de Vivienda. Conversación muy normal en una ministra del Gobierno de España. Supongo que el uso del morado en lencería no llegará a ser obligatorio.
El filósofo italiano Giorgio Agamben, investigador de la lógica deóntica, afirmaba en noviembre de 2022: «La zona de lo lícito se reduce cada día y una hipertrofia normativa sin precedentes tiende a no dejar ningún ámbito de la vida humana fuera de la obligación y la prohibición». La deóntica, que atañe a las normas y a las ideas normativas, ha ido aclarando que de las cinco categorías de las acciones humanas –lo obligatorio, lo loable, lo lícito, lo reprobable y lo prohibido– las centrales han sido desterradas por las extremas. Nuestra sociedad se mueve entre lo obligatorio y lo prohibido. Una sociedad en libertad debería abrir su realidad a lo que no merezca desterrarse o imponerse. Según Agamben esa división de las acciones humanas se debe a los juristas árabes. Lo recogió Leibniz en 1671. Para el pensador alemán «todo lo que es justo es posible para aquel que ama a todo el mundo» y «todo aquello que es obligatorio es necesario para aquel que ama a todo el mundo». Pero en el tiempo que vivimos no es así; ocurre lo contrario.
Nuestra vida camina, y en el caso de España la realidad es tan evidente como preocupante, hacia un totalitarismo extremo en el que lo que no está prohibido es obligatorio. Nunca como ahora se ha invadido nuestra intimidad. Se legislan aspectos de nuestro cada día que suponen límites a la libertad. Se lesionan la propiedad privada, el libre albedrío, la movilidad, las relaciones sociales, el ámbito familiar incluidos vínculos paterno-filiales, el trato entre hombres y mujeres que se presenta como una guerra, la educación de nuestros hijos, los animales de compañía, lo que debemos comer, cómo hemos de suprimir la sempiterna cortesía del piropo, y hasta las relaciones sexuales de pareja. El Estado, desde un Gobierno invasivo, entra en nuestros trabajos, en nuestras casas e incluso en nuestras camas. Todo lo dicta, lo controla y lo disparata porque sí, sin derecho alguno, porque le peta desde un extremismo fanático comunista y socialista radical que se cree depositario de facultades inalienables que no tiene.
Todo ello lleva a convertir en inefectivas normas fijadas en los despachos por quienes nunca se vieron ante decisiones de calado, con falta de preparación, muchas veces ignorancia supina, y desconociendo que su deber y responsabilidad no es gobernar para la minoría que representan sino para el conjunto de los españoles. La llegada del radicalismo izquierdista al poder ha supuesto el ascenso político de unos personajes, más bien personajillos, sin preparación, sin más lecturas que su cartilla ideológica, que no van más allá del argumentario de un mitin partidista y no han asumido su papel con amplitud de miras y pensando en los ciudadanos de un gran país con una historia de muchos siglos detrás. Unos porque representan la anti-España y otros porque les es cómodo disfrutar de los dineros y de las oportunidades de medrar que les ofrece la caótica situación.
Detrás del desastre, aunque él trate de ponerse de perfil cuando pintan bastos, está Sánchez, un personaje de cartón piedra, un político de medio pelo que nunca pasó de segundón y de limitarse a votar lo que le ordenaban, lo mismo que ahora achaca a otros, cuando, por carambola, llegó a diputado. Todos los ajustes económicos que ahora critica los votó en su día este hombre sin pestañear, como sin pestañear aseguró que nunca pactaría con Podemos, con los independentista o con Bildu. El gran mentiroso fue retirado de la secretaría general del PSOE al hacerse evidentes sus propósitos. Luego regresó gracias a votos habidos sin transparencia, lo que no pocos ilustres dirigentes de su partido llaman «la votación de la cortina». Él sabrá el motivo.
En pocos años la política se ha convertido en un espacio de insultos, de enfrentamientos, de naderías, y los españoles somos las víctimas. Desde una minoría como nunca tuvo el socialismo, la inoperancia y la desidia de Sánchez, sólo preocupado por salvar su colchón en Moncloa, y con un coro de diputados que miran para otro lado, España está como está. Mintiendo sobre supuestos logros económicos con las peores cifras de la UE, resucitando el guerracivilismo y enterrando la reconciliación que la Transición logró. Está destruyendo a su partido que saldrá muy tocado cuando él pase a ser historia en letra pequeña. Ellos sabrán lo que hacen. Y, como telón de fondo, la evidencia de prohibirnos y obligarnos al antojo de un seguidismo letal de sus ignaros socios.
- Juan Van-Halen es escritor. Académico correspondiente de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando