El del balón
En este proceso de aceleración de la historia los liderazgos siguen existiendo pero son efímeros y los individuos que componen el grupo son menos gregarios
Los chavales, décadas atrás, en la calle, resolvíamos muchas cosas y te ibas enterando con alegrías, disgustos, amores, desamores y algún tortazo (todo ello de baja intensidad) de qué iba la vida que estaba por venir y qué aguardaba detrás de la esquina.
Sin ser del todo conscientes allí se reproducía todo un sistema social: con ricos y menos ricos, listos y los otros, simpáticos, tramposillos… De todo un poco, como en la vida real; alguno/a ya apuntando maneras.
De entre las figuras que ocupaban posición señera en esos mini–estados estaba «el del balón». En aquellos tiempos de país «en vías de desarrollo» en que no se tiraba nada, se aprovechaba toda la ropa hasta que se deshacía, y pegábamos las narices a escaparates de jugueterías soñando con bicis, Scalextric, madelmanes y muñecas, el tener un balón no era poca cosa. Y el que lo tenía podía imponer normas, horarios y tenía un alto reconocimiento social «por tener», no «por ser» (otra enseñanza para la vida). Y además decidía quién jugaba con el balón y quién no. Le resultaba fácil tener amigos.
Otra facultad que tenía era la de cambiar de equipo si el suyo perdía y así poder ganar el partido. Y cuando se cansaba o cuando le daba la gana cogía el balón, se iba a su casa y se acabó el partido. Y si por lo que fuera no aparecía en unos días (breve enfermedad o viaje al pueblo) pues no había partidos. Cierto es que había otros juegos callejeros que llenaban el rato, pero siempre se miraba en lontananza por si venía el «gran amigo»: el del balón. No era solo el dueño del balón, era el dueño del fútbol en aquel minúsculo lugar del mundo. Y jamás prestaba el balón, aunque fuera un ratillo, cuando se marchaba, el muy cabroncete.
Llegan estos recuerdos tiernos por otros partidos que no son de fútbol, pero en donde se reconoce fácilmente quién es el dueño del balón, lo quiere ser o cree que lo es.
Se dejan ver en los días recientes pugnas internas en algunos partidos. Las últimas de unas cuantas en partidos en general en los últimos años. A mayor calado social del grupo político más notoriedad tienen los piques.
Y es que parece ser que la estructura monolítica está desapareciendo. Como cualquier otra asociación en la que la pertenencia a ella (o no) es libre hay siempre debate interno. Esto era poco común en el mundo de la política hasta hace unos años, pero en cualquier otro tipo de asociación en la que hay un equipo que gestione (ya sea un club de piragüismo, un sindicato o una coral polifónica) lo cierto es que siempre hay un bullir sobre la dirección que deben llevar las cosas y un opinar constante sobre los que administran la cosa.
Y nos damos cuenta de que en este proceso de aceleración de la historia los liderazgos siguen existiendo pero son (cada vez más) efímeros y los individuos que componen el grupo son menos gregarios; se sienten invitados a tener ideas propias sobre la mejor manera de manejar una siglas y, si es menester, a aspirar a las grandes poltronas.
Y aquí es donde nace la duda sobre si es mejor, de cara a mantener fidelidad entre los leales, el mostrar gran solidez y estabilidad en los rostros que aparecen y a los programas o «aflojar la correa» y dejar que aparezcan corrientes de pensamiento nuevas o que estrellas emergentes tengan una oportunidad de mostrar su valía.
Lo primero tiene la ventaja de esa solidez que muchos necesitan, que escuchan lo que quieren oír y que se puede contar con ellos casi de forma incondicional y además conceden al líder un cierto mesianismo. La segunda corriente, en cambio, permite explorar nuevos caladeros de gentes interesadas, que fluctúan y que se van con el/la que mejor les haga sentir. Aire fresco en medio de una atmósfera que puede ser asfixiante.
Como en la mayoría de las estructuras actuales, parece que los tiempos piden flexibilidad y hacer sitio para que lo que llega nuevo tenga una oportunidad, porque a la larga puede ser más bueno que malo. También dejar caer (y no sujetar) lo que va para abajo irremisiblemente.
Y por supuesto, repartir liderazgos. Que alguien se creyó que poseía el chiringuito y a las que vinieron mal dadas se marchó y se acabó el partido. En todos los sentidos…
- Tino de la Torre es empresario y escritor