Decencia y 'La isla de las tentaciones'
Crecer bajo un bombardeo constante de indecencia e inmoralidad favorece su asimilación como algo normal. Pero nada de tirar la toalla
En la política, en los negocios, en Twitter (especialmente, pero también en otras redes sociales), en la llamada telebasura –que es la que tiene más audiencia, lo que ya es significativo–, en los medios de comunicación y en muchos otros ámbitos, lo trend, que es la nueva cursilada que se usa ahora para referirse a lo que marca tendencia, parece que es el enfrentamiento, la intolerancia, el morbo, el populismo, la mala educación, el «todo vale», el engaño, el efectismo y el «y tú más». Y, como esto funciona como los vasos comunicantes, mientras este ascensor deplorable sigue subiendo, su debido contrapeso, la decencia, va perdiendo empaque y protagonismo en todos los foros apuntados, hasta quedar reducida, en ocasiones, a una cuota mínima testimonial. Y es curioso porque una de las peores ofensas que se puede infligir a cualquiera de los actores que van dentro de esa cabina es cuestionando, ni más ni menos, que su decencia. Seguramente que esa ofensa sea más cara a la galería que real; pero, en cualquier caso, tú tacha de indecente a cualquiera de estos candidatos a ganar el Goya a la desvergüenza, y poco menos que se mostrará dispuesto a arrojarte el guante ante la afrenta que simulará haber sufrido.
Lo malo es que nos estamos acostumbrando a respirar este aire putrefacto. Es como si hubiese invadido nuestra atmósfera y permaneciera inerte sobre nuestras cabezas, en suspensión, como la peor nube contaminante. Ahora la mentira ya no escandaliza ni provoca reacciones, sino que, en cierto modo, se asume. Que un gobernante mienta sale gratis y todos, grito arriba, grito abajo, acabamos claudicando mansamente y permitimos que el embuste vaya cayendo en el olvido, resignados y acostumbrados. Lo mismo puede decirse de la defensa de lo indefendible, que no tiene día de descanso semanal y que da trabajo a todos los compañeros de partido –del que sea– y a sus palmeros estratégicamente colocados en los diversos medios de comunicación. La crítica lógica se viste de justificación todas las veces que haga falta.
Lo que se criminaliza en la acera de enfrente, se blanquea en la propia. Franco era el demonio y Fidel Castro el arcángel San Gabriel y viceversa. Si conviene, hasta a los asesinos se les pone un lazo y se les maquilla con bonitas pinturas.
Hoy en día, los escrúpulos parecen producir alergias y lo que importa por encima de toda otra consideración es ganar; y si, además, se puede destrozar al contrario, aniquilarlo, mejor que mejor. Si un niño –o ahora, también, una niña– de mayor quiere ser futbolista, ya sabemos que, en cuanto llegue a un equipo con un determinado nivel y aspiraciones importantes, su entrenador (¡su educador!) le va a enseñar a fingir, a tirarse y a intentar engañar al árbitro todas las veces que pueda. Le va a enseñar a mentir y a hacer trampas. Se lo va a exigir. Porque sólo vale ganar. Porque si no, no vales: no interesan bichos raros. Pero todo esto ya lo sabemos, lo aceptamos, no nos llama la atención; es el aire que respiramos. Las traiciones, las zancadillas, las puñaladas, las peleas preparadas para subir la audiencia, las falsas titulaciones, los currículos inflados… patrañas maquiavélicas que elevan el indecoro a la máxima potencia. Pero, ¿qué más da?
Muchas veces, por encima –muy por encima– de tu formación y de tu experiencia, lo que vale para desempeñar un cargo público de responsabilidad es ser amigo de la persona adecuada. La confianza prevalece al conocimiento. «Tú tranquilo, que algo encontraremos». Y luego, no te preocupes, que hambre no pasarás ni te haré pasar por el mal trago de tener que trabajar. ¿Que rascando en tu pasado aparecen trapos sucios? ¡Pelillos a la mar!: eso se tapa con la minga y, a una mala, recuerda que a justificar lo que sea menester no hay quien nos haga sombra.
Pactar con el diablo, desdecirse sin rubor, prometer lo a sabiendas inalcanzable, engañar, engañar y engañar. Todo normal, todo se acepta. Nada nuevo en la viña del Señor. Y así, pase lo que pase, diga lo que diga y haga lo que haga, yo seguiré votando al de siempre… en tanto no llegue el hambre.
Con semejante caldo de cultivo, el panorama resulta especialmente desalentador para los que suben, para las nuevas generaciones. Crecer bajo un bombardeo constante de indecencia e inmoralidad, favorece su asimilación como algo normal. Pero nada de tirar la toalla. Los padres, con la educación, los valores y los principios que les inculquemos, todavía somos los que más hormigón echamos en la construcción de los cimientos éticos de nuestros hijos. Sobre todo, predicando con el ejemplo, que los niños hacen lo que ven, pero también lo que ven en su casa. El colegio, por descontado, es el siguiente eslabón en la cadena. Y de ahí la importancia de poder elegir el que queramos en cada caso, asegurándonos de que sus profesores, más allá de lo que sea o no sea trend, procurarán la integridad y la decencia de sus alumnos. De ahí la importancia de no permitir que la elección la lleven a cabo cuatro enchufados sin apenas formación, pero amigos de quien corresponde, que los puedan enviar a un colegio en el que aprendan que, por encima de ser decente, lo que mola de verdad es llegar a Sálvame o a La isla de las tentaciones.
- Sebas Lorente es columnista y conferenciante