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TribunaTino de la Torre

Néstor y su progresismo

Últimamente sentía que pensaba cosas muy extrañas. Como muy a contracorriente. Y eso le incomodaba porque no sabía si era cosa de él que se estaba haciendo un retrógrado o que se estaba yendo la cosa de las manos

Actualizada 09:52

Es temprano cuando ando peleando con estas líneas y estoy en ese territorio de los despertares turbios. De imprecisa frontera si lo que uno piensa es real o fabulado aunque siempre algo escéptico.

Arrastrando los pies, en busca de una radio que cuente lo que uno quiere oír (reconozcámoslo) cuando, entre dientes y en voz queda, digo lo que escuché a mi abuela gallega una tarde que miraba a través de la ventana. Yo era un crío pequeño, pero no tanto como para no darme cuenta que no veía la calle, la ciudad que tenía enfrente. Su mirada era opaca para lo que ocurría cerca. Estaba en otro lugar, me parece que en otro tiempo: «No sé qué va a ser de nos».

No se estaba mal entre aquellas brumas, así que aún oliendo el café recién hecho de la cafetera vieja, decidí dejarlo esperar unos minutos. Cogí el cuaderno de las hojas ásperas, donde no resbala fácil el bolígrafo, con la idea de dejarme llevar por las otras cosas que no son las responsabilidades, ni el dinero ni la viruela del mono.

Fue ahí cuando recuperé la conversación larga y reciente con mi amigo Néstor Majanos. Estábamos sentados en un bar que tiempo atrás debía tener bastante trasiego entre locales y viajeros, pero ahora, con la estación del tren de cercanías con menos frecuencias cada vez, parece como si la ausencia de unos hubiera espantado a los otros.

Me comentaba que él, que siempre había sido persona acomodaticia, tendente a dar la razón por no entrar en polémicas, con una gran fe en el ser humano; satisfecho con tanta proclama actual sobre igualdades varias. Un progresista de toda la vida, vamos. Pero últimamente sentía que pensaba cosas muy extrañas. Como muy a contracorriente. Y eso le incomodaba porque no sabía si era cosa de él que se estaba haciendo un retrógrado o que se estaba yendo la cosa de las manos. Les cuento.

No le parecía mal que un señor con talento y esfuerzo que bien superada la edad de jubilación sigue yendo por las oficinas y fábricas, al menos «para que se le vea», se haga muy rico. Y además, tampoco le parecía muy mal que a través de su fundación (que ya sabemos que tiene un fin social y fiscal) haga donaciones en forma de equipos de medicina de altísima tecnología. Remataba pensando que debería haber más como él porque: «No solo de turismo vive el hombre (y la mujer) en este santo país».

Luego comentó que le parecía incluso muy bien tener una monarquía. Con sus luces y sombras. Y que aunque se pudiera considerar a la institución como un anacronismo en el mundo que nos toca vivir, un rey y una reina como los que tenemos (y hemos tenido), además de hacer un trabajo institucional, venden un producto llamado España. Y a un precio más alto y con más margen que lo hace el Gobierno que tenemos, el cual hace ventas, en muchas ocasiones, a pérdidas. Uno a veces desea que ni salgan del país a ver cuál va a ser la próxima que van a liar.

Asimismo, no acababa de entender que a una niña de 16 años no se le sirva una cerveza o se la venda tabaco, pero los esfuerzos de un Gobierno vayan en la línea de que la chica sea libre para poder abortar sin que siquiera sus padres lo sepan. Una charla sosegada con ellos, una reflexión tan desinteresada y afectiva podría hacer que esa persona no cometiera un descomunal error o, si lo hace, que sea después de darle varias vueltas al asunto. Porque le pesará toda la vida.

Siguió un ratillo más con otros temas que no vienen a cuento. No sabía si sentirse despegado de una realidad que no comprendía o que se le había caído la venda de los ojos y lo veía todo clarito.

Me miró esperando como que yo le diera mi opinión o dijera algo. Así que cogí aire y le iba a decir lo mío. Pero lo solté y solo le propuse si tomábamos otra.

Recuerdo que el sol estaba alto y las moscas muy pesadas.

  • Tino de la Torre es empresario y escritor
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