Más allá de la vida
La necrofilia adquiere en 'La habitación verde' una hermosa variante: no se trata de un desmedido amor a los muertos, sino del amor considerado como un sentimiento perdurable, más allá de la vida y de la muerte
Una de las películas más conmovedoras que recuerdo haber visto, y acaso la más hermosa y romántica del gran director francés François Truffaut, quizás sea La habitación verde. Personalmente, la situaría a la misma altura que otras grandes obras de este inolvidable cineasta, como Jules y Jim, La piel suave o La mujer de al lado.
Rodada en 1977, aunque ambientada en los años veinte del pasado siglo, en La habitación verde se nos muestra el posible poder vivificador del amor más allá de la muerte y, al mismo tiempo, se nos cuenta también una intensa y contenida historia de amor entre dos personas solas, tímidas, retraídas y solitarias, que sólo al final del filme harán al fin explícitos sus sentimientos amorosos.
La película empieza con imágenes documentales de archivo de diversos combates de la Gran Guerra, tras las cuales se nos explica lacónicamente: «La historia de La habitación verde tiene lugar en un pequeño pueblo del este de Francia. Comienza diez años después de la Primera Guerra Mundial, que causó millones de muertos». La primera secuencia posterior es la de un respetuoso velatorio en una casa de esa localidad. De ese modo, en apenas unos minutos, Truffaut consigue ya fijar perfecta y plenamente el tono de la historia que nos contará a continuación.
Uno de los colaboradores habituales de Truffaut, el excelente director de fotografía español Néstor Almendros, tuvo la posibilidad de trabajar de nuevo con él precisamente en La habitación verde, de la que guardaba un muy grato recuerdo. «A pesar de la seriedad de su tema, esta película se hizo con alegría. Fue uno de los rodajes más agradables de cuantos he vivido en Francia», escribió Almendros en su libro Días de una cámara, que además contaba con un prefacio del propio cineasta galo.
«Tal como se había previsto, La habitación verde no obtuvo una buena acogida popular. El tema de la muerte resulta raramente atractivo para las multitudes. Esto es casi un axioma en cine, pero Truffaut, al producir él mismo una obra tan difícil y personal, demostró una vez más, arriesgándose a un casi seguro descalabro económico, que al cabo de dieciséis películas seguía siendo el mismo artista sin compromisos de su juventud», concluía Almendros, quien siempre sintió un gran afecto y admiración por Truffaut.
Los dos protagonistas principales de la película son Cecilia –Nathalie Baye– y Julien –el propio Truffaut–. Ella es una empleada de una tienda de antigüedades y subastas, y él es un periodista especializado en escribir necrológicas en una revista local. En cierto modo, desde el inicio mismo de la película vemos ya, por tanto, que las vidas de los dos están ancladas vocacional y profesionalmente en el pasado, un anclaje que poco a poco iremos descubriendo que también está presente de alguna forma en su vida personal.
Así, Julien es un excombatiente de la Primera Guerra Mundial, todavía joven, que enviudó poco después de casarse y que normalmente vive recluido en su casa, más en concreto en una única habitación, llena de objetos y recuerdos de su difunta esposa. Por su parte, Cecilia vive también marcada por una sola y antigua historia de amor, la de un amante igualmente fallecido. La casualidad hará que un día Julien y Cecilia se conozcan de forma inesperada y que a partir de entonces surja entre ambos una intensa y poco convencional amistad.
Con el tiempo, esa amistad acabará desembocando en un irrefrenable deseo de estar siempre juntos y de compartir un proyecto muy especial ideado por el propio Julien. El proyecto consiste en su intención de querer acondicionar, con el permiso del prelado de su provincia, una pequeña capilla hasta entonces abandonada y llenarla de fotografías de personas fallecidas y de velas, colocando y encendiendo una vela por cada una de esas personas.
Una vez conseguida la autorización de la Iglesia, Julien llevará a cabo su deseo. De ese modo, la capilla recién rehabilitada se convertirá poco después en una especie de forêt de flammes, que podríamos traducir como un «bosque de llamas» o también como un «bosque de amor», para evocar a todos aquellos seres lejanos o próximos que, a juicio de Julien, merecen ser recordados, ya sea por su bondad, por su humanidad, por su integridad o por el bien que hicieron a lo largo de sus respectivas vidas.
«La necrofilia adquiere en La habitación verde una hermosa variante: no se trata de un desmedido amor a los muertos, sino del amor considerado como un sentimiento perdurable, más allá de la vida y de la muerte, como proclamaban románticos y surrealistas; y del recuerdo entendido como un acto de justicia hacia el desaparecido», escribió el excelente crítico y novelista José María Latorre en la revista Dirigido por... a raíz de un lejano pase televisivo de esta magnífica película.
Precisamente, la mayor disputa entre Julien y Cecilia tras haber acondicionado la capilla surgirá a la hora de decidir quién merece ser recordado y quién no lo merece. En principio, ambos parecen estar de acuerdo acerca de todos los personajes históricos que deben ser rememorados en la ermita, pero chocan a la hora de decidir si un amigo común ya fallecido también merece tener allí un espacio propio que le recuerde de forma permanente. Cecilia cree que debe ser así, pero Julien cree que no, pues ese amigo no fue una persona del todo ejemplar. La posición de los dos en este punto parece inamovible, lo que provocará una ruptura que parece casi definitiva entre ambos.
Sin embargo, Cecilia y Julien se volverán a reencontrar unos meses después de nuevo en la capilla, dejando atrás todas sus discrepancias pasadas, apenas unas horas después de haber reconocido por vez primera que se aman. Muy pronto, habrá una nueva vela encendida en ese mismo oratorio, que demostrará finalmente que, tal como quería Julien, en aquel lugar sagrado sólo tendrán cabida el recuerdo y el amor, más allá de la vida y de la muerte.
- Josep María Aguiló es periodista