Reivindicación de la 'femme fatale'
La nueva femme fatale del siglo XXI presumiblemente sólo debe de tomar zumo de verduras y hortalizas, y en caso de fumar sólo debe de hacerlo con un vapeador electrónico
Gracias al cine y a la literatura, de niño descubrí que una de las profesiones más entretenidas que seguramente podía haber en esta vida era la de detective privado. O al menos así me lo parecía a mí, sobre todo si uno vivía en Estados Unidos. Años después, descubrí que el periodismo era otra posible labor que no estaba tampoco del todo mal.
Es cierto que los detectives no siempre se lo pasaban bien en su trabajo, ni siquiera algunos tan grandes como Philip Marlowe o Sam Spade, pues de vez en cuando recibían algún que otro pequeño susto en forma de amenazas, denuncias, puñetazos o incluso posibles disparos desde la lejanía, bien de algún posible maleante sin duda algo molesto o bien de algún hipotético cliente seguramente más molesto aún.
Por otra parte, los investigadores privados casi nunca iban demasiado sobrados de amigos, de liquidez en el banco o de buena reputación, aunque también es verdad que tenían al menos la suerte de poder conocer a una o dos mujeres fatales en cada uno de los complicados y complejos casos sobre los que indagaban. Y eso era precisamente lo que más me atraía a mí desde fuera del sufrido oficio de detective: la facilidad que tenían Marlowe, Spade y otros de poder conocer cada pocas semanas a una auténtica femme fatale.
Según nos mostraban entonces los grandes clásicos del cine negro y de la novela policíaca, en principio parecía haber varios rasgos de comportamiento comunes a casi todas las mujeres fatales. Así, la mujer fatal canónica solía tener a menudo un carácter extremadamente reservado, poco dado a hablar de sí misma o de su vida anterior. A pesar de ello, en su mirada casi siempre era posible vislumbrar la huella de antiguas pasiones pasadas o la promesa de posibles arrebatos futuros, sólo propios de las almas más enigmáticas y atormentadas.
En ocasiones, una vampiresa podía parecer extremadamente despreocupada y alegre, es cierto, pero esa aparente felicidad solía ser a menudo una discreta y sutil máscara con la que esconder su tristeza, su melancolía o su soledad. Nuestras protagonistas de hoy podían ser también a veces un poco perversas, ligeramente maquinadoras o incluso malas tirando a malísimas, no lo niego, pero también las había nobles, románticas y de buen corazón.
Viendo una y otra vez películas como Perdición o leyendo novelas como El sueño eterno, a veces me asaltaba la duda de si también debían de existir mujeres fatales así más allá de la gran pantalla y de los relatos de misterio, es decir, en la vida real. Así que en la línea del mejor periodismo español de investigación, hace unos meses me puse finalmente manos a la obra para saber qué había de verdad o no en ese recurrente arquetipo.
Empecé mi búsqueda en Palma de Mallorca, pero no por nada oscuro o extraño, sino simplemente por el mero hecho de que es mi querida ciudad natal. Soy consciente de que si en lugar de vivir en Palma, viviera en París, Los Ángeles o Nueva York, mi búsqueda hubiera sido mucho más sencilla y seguramente habría acabado hace ya algún tiempo, sin descartar la posibilidad de que incluso yo mismo me hubiera visto arrastrado por una pasión cegadora y autodestructiva. Pero de momento todavía continúo con mis pesquisas, hasta ahora más o menos infructuosas, por casi todos los rincones de la capital balear.
El primer escollo para poder descubrir a una auténtica femme fatale no sólo en mi ciudad, sino en cualquier otra ciudad, suele ser de tipo previo, pues a lo largo de mi vida aún no he conocido a ninguna mujer que se presente diciendo: «Hola, buenos días, encantada. Soy una mujer fatal». Y tampoco resulta nada fácil que uno se atreva a preguntar a una desconocida: «Perdone, ¿es usted una vampiresa? Dicho sea con la mayor consideración y respeto». Así que, en el fondo, uno se tiene que guiar siempre por unas pocas señales y por dos o tres indicios más o menos esclarecedores.
Para saber si podríamos estar o no ante una posible mujer fatal, ya sea en una librería, en un café, en una galería de arte o en un mitin electoral, nuestra interlocutora debería tener un cierto aire a heroína del cine negro de los años cuarenta o cincuenta. Sin ánimo de resultar ahora demasiado exhaustivo, estoy pensando en actrices como Veronica Lake, Rita Hayworth, Gloria Grahame, Lauren Bacall, Barbara Stanwyck o Lana Turner, por poner unos pocos ejemplos de perturbadoras presencias cinematográficas.
Además, nuestra hipotética antagonista debería ser inteligente, misteriosa, seductora, atractiva y elegante, con un especial cuidado en el vestir y en los complementos. En ese sentido, sería del todo imprescindible que porte siempre gafas de sol –aunque el día esté nublado y amenace tormenta–, collares o pulseras y zapatos de tacón de aguja. Y además debería llevar los labios pintados siempre de rojo, como hacían también todas aquellas grandes estrellas de Hollywood incluso en sus películas en blanco y negro.
Quizás convenga también recordar ahora, por último, que la verdadera y genuina femme fatale bebía y fumaba con una cierta asiduidad, sobre todo en bares, estaciones y cafés cuando todavía no eran espacios libres de humo. De ese modo, a veces podía lograr seducirnos casi por completo tan solo sorbiendo delicadamente un vaso de whisky con hielo o haciendo una sinuosa y evanescente voluta de humo con un cigarrillo mentolado.
Ahora, en cambio, la nueva femme fatale del siglo XXI presumiblemente sólo debe de tomar zumo de verduras y hortalizas, y en caso de fumar sólo debe de hacerlo con un vapeador electrónico. Muy posiblemente, tampoco calce ya stilettos, sino sólo deportivas o zapatos planos. En cuanto al maquillaje, seguramente sea algo más discreto y sutil que el que solían utilizar Joan Crawford o Marlene Dietrich en sus más intensos y desaforados melodramas. Todo esto no lo dice uno como crítica, por supuesto, sino sólo como mera constatación, en el sentido de que lo que se ha perdido quizás en misterio y en sofisticación, se ha ganado casi seguro en salud y en comodidad.
En realidad, nada o casi nada de aquel mundo literario y cinematográfico que descubrí de niño parece existir ya hoy, ni en el ámbito de la ficción ni en el de nuestra vida cotidiana. Por si ello fuera poco, la filósofa Elisenda Julibert acaba de publicar recientemente un libro muy interesante, Hombres fatales, cuya tesis central sería que el mito de la mujer fatal está hoy ya completamente agotado.
Aun así, todavía no he perdido del todo la esperanza y la ilusión de llegar a conocer algún día en persona a una auténtica vampiresa. Puestos a soñar, me gustaría que fuese poco más o menos como la protagonista de Usted tiene ojos de mujer fatal, del maestro Enrique Jardiel Poncela.
- Josep María Aguiló es periodista