¿Existen los milagros?
Solo basta el mirar cada día a nuestro alrededor para detectar epifanías o teofanías que no necesitan un halo esplendoroso sino que son reconocibles por ser la mirada del amor
¿Se podría decir que, en el mundo de hoy, existen los milagros tal como se concebían hasta hace poco? ¿O son interpretaciones amables de los creyentes? En el estado actual de los conocimientos científicos ¿tiene sentido seguir hablando de los milagros? Hace algunos años se me ocurrió que, en esas largas esperas de los cruceros en las que los viajeros tienden a matar el tiempo con conversaciones banales, una señora sentada a nuestro lado, hablando de todo lo divino y humano –nunca mejor dicho– sacó el tema de las peregrinaciones a Lourdes. Y yo me sinceré diciendo que el ambiente existente no contribuyó precisamente a aumentar mi fe. Entonces, mi contertuliana, que me pareció una persona absolutamente normal, nos dijo algo sorprendente: «Pues yo, que cuando entré en la gruta era decididamente incrédula y atea, pasados allí unos minutos, salí creyendo en la existencia de Dios».
La palabra «milagro» se refiere, en su etimología latina, a lo «admirable», lo maravilloso. Según Tomás de Aquino (Summa Theologiae), se llaman milagros aquellas cosas que son hechas por Dios fuera del orden de las causas conocidas (ruego retengan esa palabra) para nosotros. Ruth Harris – profesora de Oxford– en su libro Lourdes. Body and Spirit in the secular age. (Nueva York. 2000. Pág 352) nos dice sobre las curaciones milagrosas de Lourdes: «Cicatrices y vestigios de tratamientos médicos testifican la desaparición de una enfermedad, demostrando que los milagros no eran transgresión de las leyes naturales, sino más bien una divergencia planeada y distinta del funcionamiento usual del universo, un fenómeno discernible fuera de la percepción de la ciencia por ser independiente de causas secundarias, pero coherente con una idea más alta de orden y designio». Antes, el milagro era el niño preferido de la fe (W. von Goethe) y cumplía una importante función apologética. Sin embargo, en el XIX, para los ilustrados, «era el mayor obstáculo para creer en un Jesús maestro de honestidad de vida y moral» (Rousseau). Si el milagro se consideraba como un hecho extraordinario que alteraba las leyes de la naturaleza parecía como si Dios, autor de las leyes naturales, se contradijese y rebajase (Spinoza). Perdónenme esta cadena de citas que me sirven como preámbulo para ofrecer el estado actual de la cuestión.
Hace unos días, en un coloquio celebrado en Málaga y presentado por la Comisión de canonización del Dr. Gálvez Ginachero, el teólogo granadino Serafín Béjar –autor de un magnífico ensayo llamado Los Milagros de Jesús. Una visión integradora– nos decía que si utilizásemos el milagro como evidencia, traicionaríamos la idea de que «sin libertad no hay verdadera fe, que tiene que ser el resultado de un discernimiento». Y retomo lo que decía antes del Aquinate. Hoy, las causas «conocidas» son distintas que en el Siglo XIII. Y sabemos mucho más de las leyes naturales, pero tampoco conocemos «todas» las leyes naturales. Sabemos que «la ciencia contemporánea concibe el conjunto de lo real de una manera más versátil». Desde Max Planck y Einstein, la mecánica y la física cuántica, el principio de incertidumbre y la teoría de las cuerdas, nos hace ser más humildes. Además la ciencia nunca ha sido, como se pretendía, absolutamente neutral. Hoy hemos matizado el evolucionismo de Darwin, pasando de concebirlo como el «dominio de los más fuertes» a la eficacia de «la capacidad de adaptación».
Sí, existen los milagros. Pero pensamos que no son evidencias, sino signos del reino de Dios que también necesitan de la fe. «Si tuvierais fe… nos dice el Señor». San Agustín en su Tratado del Evangelio de San Juan se asombra de «la potencia de un grano de semilla cualquiera que es cosa de tanta grandeza que estremecen de espanto a quién lo considera». La existencia misma del hombre en el Cosmos ¿no parece un milagro, si se considera el conjunto circunstancias que han tenido que darse para que apareciera en el Universo?
Desde la visión bíblica del milagro, considerada acientífica y mágica, hasta nuestros días, el aspecto fundamental del milagro es que es «un signo del Dios» que se devela. He conocido en persona a un santo canonizado, que no quería que se hablara de haber encontrado un signo que podría entenderse como milagroso. Yo diría que los menos «milagreros» son precisamente las personas que han estado más cerca de un milagro. Porque son conscientes de la existencia y poder de su Autor. Porque han descubierto la sustancia amorosa que los integra. Solo basta el mirar cada día a nuestro alrededor para detectar epifanías o teofanías que no necesitan un halo esplendoroso sino que son reconocibles por ser la mirada del amor. La señora de la que hablaba en mi anécdota inicial no necesitó que nadie definiera el milagro de su, llamémosle, sanación espiritual. Ocurrió. Y ya está.
- Federico Romero Hernández fue secretario general del Ayuntamiento de Málaga y profesor titular de Derecho Administrativo de su Universidad