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TribunaJosep Maria Aguiló

Los trapiellanos

En esa prosa, en esa agua fresca, los trapiellanos hemos encontrado siempre –y seguimos encontrando todavía– belleza, verdad, consuelo, amor y vida

Actualizada 09:30

Empecé a leer a Andrés Trapiello a principios de los años noventa. Le descubrí de forma casual en el suplemento Babelia de El País, primero en su faceta puntual de crítico literario y luego ya en la de escritor. Recuerdo que tras haber leído apenas dos o tres reseñas suyas, enseguida pensé: «Qué bien escribe y qué bien expresa lo que siente».

También percibí en él una calidez, una fina ironía melancólica y una sensibilidad muy poco habituales en nuestra literatura. Esas tres virtudes y otras más que poco a poco fui advirtiendo, como su reivindicación de grandes autores españoles entonces olvidados o su reconocida pasión por la tipografía y los libros antiguos, lo hacían un escritor especialmente próximo para mí. Bien podría decirse que fue un amor a primera lectura. Así que, como era de esperar, al poco tiempo ya me había convertido en un trapiellano irredento. Y ahí sigo todavía, algo más de tres décadas después.

El primer libro que compré de Trapiello fue Locuras sin fundamento, que era el segundo volumen de sus fascinantes diarios, encuadrados desde el principio bajo el epígrafe de Salón de pasos perdidos. Me encantó. Esa misma sensación fue la que experimenté también cuando leí su poemario Acaso una verdad, su ensayo Las armas y las letras o su novela La malandanza.

Cuando publicó todas esas obras, Trapiello tenía ya miles de fieles y entregados seguidores, aunque a mí, coquetamente, me gustaba decir que yo formaba parte de sus cien primeros lectores, muy posiblemente porque él siempre ha dicho que son los que nunca hay que dejar de querer y cuidar.

En aquella época, yo era un lector apasionado y entusiasta, que emborronaba cada cierto tiempo unas pocas cuartillas a mano. Paralelamente, estaba cursando la carrera de Filosofía en la Universidad de las Islas Baleares y al mismo tiempo trabajaba como coordinador de vuelo de Iberia en el aeropuerto de Palma de Mallorca. Mi posible futuro laboral parecía estar encaminado entonces a sólo dos opciones, la de llegar a ser algún día profesor de instituto o la de seguir trabajando en Son Sant Joan hasta mi jubilación. Ambas opciones contaban, además, con el beneplácito de mi familia y la aquiescencia de mi caja de ahorros. Y viceversa.

Es cierto que, en principio, había otras dos posibles opciones laborales más, pero también es verdad que no contaban con idéntico apoyo familiar y bancario. La primera de esas opciones era intentar hacer realidad mi sueño adolescente de ser director de cine y la segunda era conseguir publicar colaboraciones literarias de manera habitual en algún diario más o menos serio y respetable. En aquel momento, tenía a mi favor la perseverancia de quien desea encontrar por fin su lugar en el mundo y la creencia de que uno no debe dejar de luchar nunca por su verdadera vocación, dos actitudes que a mí me parecían, además, de profunda raigambre trapiellana. En contra tenía, poco más o menos, casi todo lo demás.

Descartada muy pronto la posible vía ocupacional cinematográfica, perseveré en intentar hacer realidad la periodística, que aún tardaría un poquito en llegar. El primer paso en esa dirección lo di en el verano de 1999, cuando dejé voluntariamente mi trabajo en el aeropuerto, en un arrebato personal que podríamos considerar entre suicida y romántico, ya que no tenía ningún otro empleo confirmado a la vista.

Tras varios meses de incertidumbre y de dejar currículums en todas partes, en enero de 2000 se produjo un pequeño milagro, pues el entonces director del diario Última Hora, Pere Comas, me dio la impagable oportunidad de poder empezar a colaborar en dicho medio, a pesar de que entonces yo no tenía aún ninguna experiencia como periodista.

Casi desde el primer día, mis nuevos compañeros de trabajo supieron de mi gran admiración por autores como Larra, Baroja, Azorín, Ortega o Unamuno, a los que añadía siempre varios nombres contemporáneos más, incluidos Andrés Trapiello, Antonio Muñoz Molina o Soledad Puértolas. En el diario me decían, con cariño, que les parecía una lista de preferencias tal vez algo heterodoxa, pero yo solía argumentar que casi todos los trapiellanos solemos ser también al mismo tiempo barojianos, azorinianos o unamunianos, y viceversa, porque a pesar de ser creadores tan distintos, en todos ellos encontramos invariablemente el pálpito y la presencia luminosa de la vida.

Mi labor de sincero y abnegado proselitismo acabaría siendo dichosamente recompensada casi dos años y medio después, la mañana del 20 de mayo de 2002, cuando el entonces jefe de Cultura de Última Hora, Antoni Planas, me propuso entrevistar telefónicamente a Trapiello, que ese mismo día por la tarde tenía previsto hacer una lectura poética en Palma. Durante un buen rato no me atreví a coger el teléfono, de tan nervioso y ansioso como estaba, hasta que al final conseguí serenarme un poco y le pude llamar.

Estuvimos hablando durante casi una hora y todavía hoy recuerdo casi literalmente la mayor parte de esa conversación. Fue una delicia. Unas horas después, Trapiello llegó a Palma y pude ir a saludarlo brevemente. Mientras estaba hablando con él, no podía dejar de pensar con emoción y gratitud que yo era un ser afortunado, pues uno de mis grandes sueños se había hecho realidad. Con suma gentileza, antes de despedirse me facilitó su dirección de correo electrónico, lo que posibilitó que a partir de entonces pudiéramos seguir en contacto por esa vía.

Como no quería acabar convirtiéndome en uno de esos fans que suelen ser excesivamente pesados, logré contener mis ansias iniciales de escribirle semana sí y semana también, optando por comunicarme con él de manera espaciada, dejando pasar siempre un tiempo razonable y prudencial entre un correo y el siguiente. Desde entonces, nunca hemos dejado de estar en contacto, con el regalo añadido de que Trapiello siempre ha contestado a mis correos con afecto, bonhomía y generosidad.

Como trapiellano de primera generación, su creciente y merecido reconocimiento actual es algo que me hace muy feliz. Estos días, todos los trapiellanos estamos, además, de enhorabuena, pues nuestro querido autor acaba de publicar un nuevo volumen de su Salón de pasos perdidos, que se titula Éramos otros. En una preciosa reseña publicada en Zenda, Nieves García Rodríguez ha afirmado que el conjunto de su obra diarística «está escrito en una prosa que fluye como el agua fresca de un arroyo de montaña». Realmente es así.

En esa prosa, en esa agua fresca, los trapiellanos hemos encontrado siempre –y seguimos encontrando todavía– belleza, verdad, consuelo, amor y vida.

  • Josep María Aguiló es periodista
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