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03 de julio de 2024

TribunaIgnacio García de Leániz

Ortega y la conllevancia catalana hoy

En qué sentido y con qué significados nos cabe conllevar no solo a una Cataluña en plena rebeldía de sus dirigentes, sino también a un País Vasco convertido como aquella en «problema perpetuo»

Actualizada 01:30

Tiene la crisis catalana, que tanto envenena nuestra realidad y futuro, una doctrina que ha servido de guía y soporte soterrado, con desigual fortuna, de la acción política desde la Transición por parte de los diversos gobiernos nacionales. Me refiero a la idea de la «conllevancia» orteguiana que sostiene que el problema de Cataluña no se puede resolver y sólo cabe conllevarlo resignadamente. Noventa años después de que Ortega expusiese su tesis en sede parlamentaria, otros siete tras la intentona del 1-O y en plena virulencia de los deseos separatistas, conviene detenerse a hacer balance de las consecuencias y eficacias que una doctrina tal –a menudo mal comprendida y peor ejecutada– ha tenido en nuestra realidad política e historia reciente.

Bien pronto fue Ortega consciente de los graves peligros que el apartismo catalán representaba para la salud del país y su carga destructiva. Ya en España invertebrada (1921) denunciaba los particularismos que la hacían ser un gran compartimiento estanco donde los diversos grupos viven aparte de los demás sin contar con ellos, viniendo a ser el país un conglomerado nacional de particularismos. Bajo estas premisas, formula su famoso discurso sobre el Estatuto de Cataluña en la sesión de las Cortes el 13 de mayo de 1932, en abierta oposición a la actitud optimista de Azaña que ve en el Estatuto debatido la definitiva solución y pacificación de Cataluña. Optimismo azañista este que reaparecerá luego al cabo de décadas con la proclamación del Estatuto de 1979 con Adolfo Suárez y de nuevo con ocasión del nuevo Estatuto de 2009 con Rodríguez Zapatero. Frente a ello, Ortega no se hace ilusiones sobre la ya entonces endiablada «cuestión catalana» y al inicio mismo de su parlamento fija la esencia propia de la tal conllevancia: «El problema catalán es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar; que es un problema perpetuo, que ha sido siempre (...) y seguirá siendo mientras España subsista; que es un problema perpetuo, y que a fuer de tal, repito, sólo se puede conllevar». Y al decir ello, subraya: «Conste que significo con ello no sólo que los demás españoles tenemos que conllevarnos con los catalanes, sino que los catalanes también tienen que conllevarse con los demás españoles». Un conllevar que significa para la RAE sufrir algo adverso o penoso en primer lugar pero también el de soportar las impertinencias o el genio de alguien, como era y es el caso, y lo que Ortega tenía en su cabeza a propósito de las continuas exigencias nacionalistas.

Establece pues nuestro pensador una convellancia simétrica, fundada en una reciprocidad de resignaciones mutuas entre Barcelona y Madrid, sin dejar de advertir el carácter dramático del catalanismo apartista: «Tal es el caso doloroso –añade– de Cataluña, su carácter mismo y su terrible destino. Cataluña quiere ser lo que no puede ser».

Pero hay además otro rasgo no menos turbador dentro de esa realidad catalana designada como problema perpetuo: «En el pueblo particularista, (...) se dan, perpetuamente en disociación, estas dos tendencias: una, sentimental, que le impulsa a vivir aparte; otra, en parte también sentimental, pero, sobre todo, de razón, de hábito, que le fuerza a convivir con los otros en unidad nacional». Y en esta dicotomía aparece –añadirá– la parte lamentable de tales nacionalismos: que siendo un mero sentimiento, siempre tiene a mano un grupo exaltado que se encarga de traducir ese sentimiento en concretísimas formulas políticas. Que a su vez tienen en común arrollar a los que discrepan, avistaba ya Ortega anticipándose a nuestro presente.

La existencia de ambas tendencias antagónicas –los que quieren vivir aparte de España y los que no– hace que nadie piense que una cuestión tal pueda ser resuelta de una vez para siempre. Siendo así de irresoluble la cuestión, la conllevancia aparece en el discurso como la guía inspiradora de la acción política en Cataluña. No cabe otro remedio que este conllevar que equidista, como las viejas virtudes aristotélicas, de dos extremos nocivos: el puro centralismo y el nudo independentismo. La defensa de la autonomía catalana que Ortega hace en la segunda parte de su parlamento es la plasmación jurídica y política no sólo de una relativa pax catalana sino de la salud y supervivencia del resto del país.

Consciente de la gravedad de sus palabras, nuestro diputado procura finalmente restar dramatismo a esta propuesta de conllevancia, apelando a su filosofía de la vida como un constante conllevar: «Después de todo, no es cosa tan triste eso de conllevar. ¿Es que en la vida individual hay algún problema verdaderamente importante que se resuelva? La vida es esencialmente eso: lo que hay que conllevar, y, sin embargo, sobre la gleba dolorosa que suele ser la vida, brotan y florecen no pocas alegrías».

A la vista de la deriva catalana actual que amenaza con contagiar al resto del país, si no lo ha hecho ya, debido a la instalación en Madrid de un gobierno cuyos usos y costumbres se asemejan cada vez más a las prácticas y abusos del peculiar régimen político de Cataluña, cabe preguntarnos sobre la pertinencia de la tesis resignada de Ortega. Es cierto hoy que su conllevancia se ha confundido a menudo desde la Transición con un laissez faire, laissez passer por parte de nuestros sucesivos gobiernos que nos ha conducido progresivamente a esta crisis. En un letal malentendido, la porción de resignación que introducía el conllevar de nuestro filósofo mutó hace décadas en una parálisis de la política para Cataluña, cediendo la iniciativa a las tendencias independentistas hasta la crisis actual.

La gran pregunta que nos surge ahora ante las apreciaciones parlamentarias de Ortega es en qué sentido y con qué significados nos cabe conllevar no solo a una Cataluña en plena rebeldía de sus dirigentes, sino también a un País Vasco convertido como aquella en «problema perpetuo».

Quizá si nos animamos a hacer una la relectura atenta de su España invertebrada en esta nuestra hora dramática, hallemos entonces respuestas valiosas para encararla.

  • Ignacio García de Leániz Caprile es profesor de Recursos Humanos de la Universidad de Alcalá de Henares
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