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TribunaGonzalo Ortiz

Dos potentes tsunamis

En Europa muchos emigrantes, especialmente los musulmanes, rechazan los «decadentes» valores occidentales y la asimilación

Actualizada 01:30

Tsunami es una palabra de origen japonés que se refiere a la ola gigantesca que se produce con un maremoto, y que proyectada sobre la costa se lleva por delante haciendas y vidas. De forma figurada, me refiero como tsunamis a las tremendas olas de emigración que se proyectan hoy tanto en el continente europeo como sobre la masa continental de los Estados Unidos.

Hace 100 años la Europa cristiana tenía formidables imperios coloniales en África y Asia, y enviaba emigrantes hacia las Américas. La Primera Guerra Mundial había puesto en entredicho, con millones de muertes en las trincheras, la supremacía del hombre blanco, pero subsistían el enorme imperio británico en India y los Dominios en Canadá, Nueva Zelanda y Australia. Y África sólo contaba con un país, Etiopía, no sometido al colonialismo europeo. Hoy, en 2024, todas las antiguas metrópolis tienen un considerable déficit demográfico y estas sociedades de bienestar (welfare state) necesitan de considerables aportes exteriores de emigración para mantener mínimamente fábricas, servicios, y hasta la propia estructura institucional de los estados.

La emigración que llega a la valla divisoria entre Estados Unidos y Méjico procede del Caribe, Centroamérica y de las satrapías populistas latinoamericanas. Responde básicamente a dos causas: la pobreza reinante y creciente, y la falta de seguridad (criminalidad desatada, mafias, pandilleros). Es básicamente hispanófona, mestiza y con orígenes económicos.

La emigración que se proyecta sobre Europa tiene origen en conflictos (Ucrania, Irak, Siria) o razones económicas (agudas diferencias de los niveles de vida entre el norte y el sur de la cuenca Mediterránea). Pero, de la misma forma que en Estados Unidos funciona el meltingpot, es decir, la integración a través del idioma inglés, los valores de la constitución americana y el «sueño americano», en Europa muchos emigrantes, especialmente los musulmanes, rechazan los «decadentes» valores occidentales y la asimilación. El potencial de violencia de las emigraciones procedentes del Magreb o de Oriente Próximo ha sido históricamente mucho mayor.

Para caracterizar estos tsunamis voy a recurrir a un planteamiento sociológico, sin valoraciones políticas. Tanto en Europa como en Estados Unidos, existen siempre opiniones encontradas: la izquierda estaría a favor de la emigración libre, incontrolada, que cuenta con el apoyo de una miríada de ONG financiadas normalmente desde los estados. La derecha estaría a favor de una emigración regulada, sujeta a condiciones impuestas por la ley y que no ponga en peligro los parámetros fundamentales de las sociedades que acogen al emigrante.

La emigración que llega desde África parece imparable y el continente negro, que en 2019 tenía 1.000 millones de habitantes, para 2100 podría alcanzar la cifra de 2.600, o incluso algunos demógrafos acarician la cifra de 4.000 millones. Las familias musulmanas siguen teniendo buen número de hijos, y no sólo en sus países de origen, sino también en los países de acogida. Crece el número de solicitudes de asilo, que en 2022 superó la cifra del millón. Las pateras procedentes de África llegan cada vez con mayor frecuencia, a las costas de Canarias, la península italiana, o las islas griegas. En 2015 se registró una cifra superior al millón de la Alemania de Angela Merkel, con un contingente enorme de refugiados procedente de Irak, Siria y Afganistán. En Suecia, Dinamarca u Holanda, los partidos antiemigración están consiguiendo grandes triunfos electorales por el miedo que produce una criminalidad en alza y barrios degradados que se han convertido en auténticos guetos. Se hacen realidad los temores ya denunciados en 1990 por Oriana Fallaci en su libro Inshallah.

En la frontera sur de Estados Unidos, los campos de detención están siendo sobrepasados en los últimos tiempos y cada semana se hacen más nutridas las caravanas de emigrantes. En septiembre de 2023, las fronteras de Estados Unidos recibieron 50.000 venezolanos. Y un año antes, en 2022, un total de 2 millones de emigrantes, con ritmos superiores a 8.000 personas diarias. A pesar del muro en construcción en los 3.000 km. de frontera, que Trump utilizó en su campaña electoral, no se consigue reducir el flujo. Un día aparecen 148 cadáveres en El Paso, otro día duermen al raso en Eaglepass, Texas, centenares de personas en campamentos improvisados ante la incapacidad de las autoridades de darles un techo aunque sea temporal.

2024 es un año electoral en Europa y en Estados Unidos: en junio se celebrarán las elecciones al Parlamento europeo, y en noviembre las presidenciales norteamericanas. Es inevitable que la emigración figure como uno de los temas centrales de las respectivas campañas electorales. En Estados Unidos, el gobernador de Texas, DeSantis, se ha pronunciado: «No mass migration» y el alcalde de New Jersey calificó la situación de «national crisis». En los países que antes he mencionado, Suecia, Dinamarca y Holanda, pero también en Francia, Alemania y en el propio Reino Unido, los gobiernos están preocupados por esta emigración creciente y han puesto en marcha diferentes medidas de control. Y hace una semana, la presidenta del Parlamento europeo, Roberta Metsola, se congratulaba del pacto de mínimos alcanzado, un «pacto de emigración y asilo» que contiene cuatro apartados: derecho de asilo, centros de detención, deportaciones y distribución de emigrantes entre los países miembros.

Las dos poderosas oleadas han llegado hace ya tiempo a las costas de Norteamérica y de Europa. Sus efectos a corto plazo no han sido suficientemente estudiados, pero es evidente que lastran la educación, la sanidad y en general los servicios sociales de los países receptores. A largo plazo producirán cambios societarios de gran envergadura, y también en los censos electorales. Da la impresión de que tanto en Europa como en Estados Unidos no se ha hecho una planificación adecuada para afrontar estos desafíos y responder con medidas eficaces.

Tras estos tsunamis vendrán otros, y debe haber políticas de más alcance y visión de futuro. Como la situación económica y social de los países emisores de emigración no va a mejorar a corto plazo, los tsunamis pueden volver con energías renovadas. ¿Cómo encararlas? Se desalienta la emigración defendiendo las fronteras (medidas preventivas) o rechazando legalizar a los que no vinieron por los cauces señalados. Al revés, se fomenta la emigración con el «papeles para todos» o subvencionando ONG que, en la práctica, en muchos casos, actúan en la misma dirección que los «coyotes» o las mafias africanas. El envite es, ciertamente, de grandes proporciones. Pero no debería ser demasiado tarde ya que, como afirma Arnold Toynbee: «Las civilizaciones se refuerzan o perecen según sean capaces de dar respuesta a los retos que les plantea la historia».

  • Gonzalo Ortiz es embajador de España
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