La Fundación Francisco Franco y la libertad
En numerosas sentencias, el Constitucional ha declarado que «la libertad de expresión vale no solo para la difusión de ideas u opiniones acogidas con favor o consideradas inofensivas o indiferentes, sino también para aquellas que contrarían, chocan o inquietan al Estado o a una parte cualquiera de la población
Esta semana se ha aprobado en el Congreso, con el único voto en contra de los 33 diputados de Vox y el voto favorable del resto de la cámara (incluido el Partido Popular), la tramitación de la modificación de la Ley de Orgánica del Derecho de Asociación en virtud de la cual se introduce como causa de disolución de las asociaciones, «la realización de actividades que constituyan apología del franquismo, bien ensalzando el golpe de Estado de 1936 o la dictadura posterior o bien enalteciendo a sus dirigentes (…).»
Al margen de cualquier análisis jurídico sobre la constitucionalidad de esta norma, el solo hecho de que el legislador establezca como causa de disolución de una asociación lo que no constituye otra cosa que la libre expresión de un sentimiento, ideología o creencia, o la mera exaltación de unas personas concretas, debería repugnar a cualquier persona con un mínimo de convicciones democráticas.
Pocos se han detenido en calibrar la barbaridad, no solo jurídica, sino ética y moral, de lo que acaba de apoyar, entre otros, un partido, como el popular, que se autodefine como «liberal» en sus estatutos. Con esta modificación legislativa, no solo se busca el propósito —explicitado tantas veces por el Gobierno— de disolver la Fundación Francisco Franco, sino que se pretende silenciar para siempre cualquier voz disidente que se atreva a desafiar la versión oficial de nuestro pasado que ha decidido imponer la izquierda para mantener levantado un muro entre los españoles, en el que, por cierto, la mayoría de los votantes de dicho partido están en el lado equivocado.
Esta norma, claramente liberticida, impedirá, por ejemplo, que pueda constituirse una Fundación Fraga Iribarne dedicada a la exaltación del presidente fundador del Partido Popular, por haber sido previamente ministro de Franco. En cambio, la exaltación de personajes históricos como Largo Caballero, Prieto, Negrín, Carrillo o La Pasionaria no merecerá reproche legal alguno en nuestro ordenamiento, pese al pasado criminal y oscuro que representan para la mitad de los españoles.
En numerosas sentencias, el Tribunal Constitucional ha declarado que «la libertad de expresión vale no solo para la difusión de ideas u opiniones acogidas con favor o consideradas inofensivas o indiferentes, sino también para aquellas que contrarían, chocan o inquietan al Estado o a una parte cualquiera de la población, ya que en nuestro sistema no tiene cabida un modelo de ‘democracia militante’, esto es, un modelo en el que se imponga, no ya el respeto, sino la adhesión positiva al ordenamiento y, en primer lugar, a la Constitución». Para el Tribunal Constitucional, «al resguardo de la libertad de opinión cabe cualquiera, incluso las que ataquen al propio sistema democrático, ya que la Constitución protege también a quienes la niegan». Claro que esta reiterada y pacífica jurisprudencia es anterior a la llegada del Sr. Conde-Pumpido.
Sin embargo, esta modificación legal, no solo establece un modelo de democracia militante contraria a nuestro ordenamiento, sino que, al sancionar la exaltación de Francisco Franco, de su régimen y de todos sus dirigentes, nos constituye en una democracia militante hemipléjica en la que las libertades de expresión, de opinión, de pensamiento o de cátedra consagradas en la constitución quedan condicionadas por los postulados de la corrección política impuesta por el relato maniqueo y mendaz que de nuestro pasado reciente ha impuesto la izquierda mediante las leyes de memoria, con la complacencia vergonzosa del Partido Popular.
Para comulgar con lo que acabo de escribir, no es necesario ser devoto seguidor de Franco, de su régimen o de sus dirigentes. Basta con creer firmemente en la libertad. Sancionar la apología del franquismo, como la apología del largo-caballerismo, es un gravísimo atentado contra el derecho a la libertad ideológica consagrada en nuestro ordenamiento y, además, repugna y traiciona definitivamente el espíritu de reconciliación que presidió la transición a la democracia.
El mismo derecho tiene la Fundación Francisco Franco a exaltar al General Franco que la Fundación Largo Caballero a exaltar al Lenin español que provocó la guerra civil para lograr la instauración de la dictadura del proletariado en España. Nos guste más o menos, se trata de una exigencia de libertad que debe presidir cualquier sistema que merezca llamarse democrático.
Pero hay más. Lo que el PP en su incorregible miopía no acierta a ver es que el propósito último de anatemizar el régimen del 18 de julio —del que no olvidemos, procede sin solución de continuidad nuestro actual ordenamiento— es colocar en la diana a la Corona, porque, al igual que el Partido Popular arrastra el anatema de haber sido fundado por siete ministros de Franco, la Corona arrastra el «pecado original» de haber sido restaurada por voluntad de Francisco Franco. De lo que se trata, en definitiva, es de asestar un golpe definitivo al espíritu de la Transición, deslegitimando dicho proceso histórico con el empleo de la mentira y la criminalización de la disidencia, métodos claramente totalitarios que no son de recibo en una democracia.
De quienes han promovido desde el Gobierno la demolición controlada de todas las instituciones del Estado de derecho, desde la Fiscalía al Tribunal Constitucional, desde el Banco de España al CNI; de quienes han permitido que los golpistas redacten el código penal a la medida de su traición y han amnistiado los delitos más graves contra la nación; de quienes quieren imponer por ley una visión maniquea de la historia pisoteando la memoria de la mitad de los españoles, no espero nada.
Pero esta aberración legislativa de tinte netamente totalitario debería cubrir de vergüenza a quienes, desde posiciones supuestamente democráticas, han avalado su tramitación, convirtiéndose así en cómplices de quienes quieren callar la voz legítima de los que disienten del dictado oficialista de la historia. Este atentado contra la democracia y la decencia, al que solo se han opuesto los 33 diputados de Vox, pesará como un baldón sobre todos y cada uno de los parlamentarios que lo han hecho posible, porque sienta un nuevo, peligroso y eficaz precedente para aplastar cualquier disidencia con el que se causa un daño irreparable a la libertad.
- Luis Felipe Utrera-Molina es abogado