Cuando seamos calvos, gordos y feos
Llegará un día en el que el único carné verdaderamente vitalicio que tengas sea el de la inexistencia ante las miradas juveniles y furtivas. Te tratarán de usted hasta tus iguales y empezarás a tener en el alero los descuentos de las funerarias y los nichos en el cementerio
Dicen que Ortega, en petit comité, hablaba con nostalgia de la invisibilidad que se va adquiriendo a medida que uno va cumpliendo años. Él lo decía no por sus escritos sino por la señoras y señoritas que, por la calle, dada su avanzada edad, ya no reparaban en lo que otrora fue uno de sus grandes activos además de su portento intelectual. Esto es: su físico y la afectación con la que se aderezaba.
Envejecer con dignidad es, probablemente, la única premisa con la que un varón de mediana edad debería salir a la calle todos los días. Los tiktokers cuarentones, los tipos con coleta ya pasada la temporada de corridas, los parados de larga duración aficionados a los torreznos y las cañitas, junto a los contertulios de lo inane y otros vanidosillos que pueblan los minutos televisivos y las charletas de WhatsApp, deberían saber que mientras se largan un Smint a la boca, sus células van pudriéndose por no encontrar en el cuerpo que las ha acogido durante décadas nada más que aportar.
¡Qué maravilla el silencio al que nos interpela nuestras propias entrañas!
Llegará un día, por mucho cholismo que nos injertemos, donde la grasa del vientre bajo desempaque sus maletas y nos acompañe hasta la siesta final. Las dietas y órdenes de alejamiento a lo adiposo se irán sucediendo sin resultados satisfactorios y recurrirás, con gula y avaricia, a esos caprichos de un euro con queso y sin pepinillo, que una vez deglutidos, no serán sino losas que te harán lento, torpe, propicio a lesiones ridículas como el codo del cubo de basura. Las ojeras del malcopear en la boda de alguien, de los pañales intempestivos, de los biberones a traición, se darán su banquete violáceo para no desaparecer salvo que un charcutero con estudios nos corte unos gramos de carne bajo la mirada y nos sable el bolsillo. Pero eso, como señalaba el maestro Sorrentino, no es sino un juego esperpéntico para engañar al espejo, uno de los pocos aliados que nos quedan para abrazar la realidad.
Las responsabilidades jamás proyectadas en el patio del colegio ni en los escarceos universitarios, ahora son automatismos siniestros que repercuten con más o menos gracia en tu cuenta corriente a final de mes. Inclinarás la cerviz ante la injusticia, callarás ante el bobo bien posicionado, te estresarás por no tener el nuevo iPhone G20. Tendrás ganas, noche tras noche, de mandarlo todo a la mierda y hacerte un Rod Dreher a lo benedictino e irte con otros a plantar calabazas y ordeñar cabras, pero al final de la melatonina volverás a planchar tu camisa de Green Coast y cogerás las llaves para ir a dignificarte; pateando El ocio y la vida intelectual de Joseph Pieper de camino a la oficina.
Llegará un día en el que el único carné verdaderamente vitalicio que tengas sea el de la inexistencia ante las miradas juveniles y furtivas. Te tratarán de usted hasta tus iguales y empezarás a tener en el alero los descuentos de las funerarias y los nichos en el cementerio.
Sin embargo, hasta ese momento, puede que hayas hecho bien las cosas y aun cuando seas calvo, gordo y feo, tengas un cuerpo caliente al que abrazarte. Alguien que te regale colonias con descuento, yendo físicamente a la tienda, para recolectar los aromas de otros tiempos y recordarte que, aunque no seas el chico del álbum de fotos ni con quien prometió la vida, dando ese pequeño salto mortal de decir sí al pasado, presente y futuro compartido, todavía estás para sacarte a bailar.
Todos salvo Vargas Llosa, Brad Pitt o Coronado, que son de otra añada, estamos llamados a la decrepitud física. Hasta ese momento, contemplemos la belleza por encima –que no es poco– y contentémonos con que ya no nos toca poseer lo ajeno sino administrar con ternura las arrugas quietas que nos esperan a las 23 horas en casa para cenar un pisto recalentado y compartir un cigarro a pachas. Puede que ahí, el paso del tiempo no sea más que una brisa hacia lo ineludible que como mucho requiera una rebeca al hombro y listo.