Doctor. Veo conversos everywhere
El síndrome del converso es una patología cíclica que azuza los entendimientos más pobres en las horas más bajas de la fe comunitaria
Hace unos días Joseph Pearce escribía en Crisis Magazine -reproducido en España por el portal Religión en Libertad- sobre la conversión final del ingenioso hidalgo Alonso Quijano.
El escritor británico, en su pieza Don Quixote in a nutshell, aludía al último capítulo de la segunda parte de las aventuras del Caballero de los Leones, que tras ser derrotado por el de la Blanca Luna -interpretado por el rencoroso bachiller Sansón Carrasco- en las playas de Barcelona, regresa a penar durante un año a su lugar de origen prometiendo no ejercer las armas en ese tiempo. Es en el último capítulo del Quijote donde el loco se vuelve cuerdo gracias -dice Pearce- a las mercedes otorgadas por la Gracia en su lecho de muerte. Allí fue donde renegó de sus mal andantes caballerías, pidió disculpas a Sancho por haberle llevado por aquellos andurriales del disparate, pidió confesión al cura que se puso faldas por llevarle de vuelta a su casa y trató de estar en orden con el mundo para que de él quedase su última sensatez y no su sabrosa y dilatada locura.
El texto de Pearce, críticamente, no merece más calificativo que el de bodrio digital, pérdida de tiempo irreparable o asistencia a una clase por Zoom de un ilusionismo grotesco, como el que proponen los traders o los picadores de criptomonedas en los anuncios de YouTube. Su artículo no es sino un compendio de ocurrencias mal hilvanadas, de un nuevo juego de malabarismos sofísticos donde se iguala a Shakespeare -buen dramaturgo- con Cervantes -padre de la novela y maestro de todos los géneros que en ella se condensan-. Sus frases son una sucesión de pruebas de calzadores literarios que no tocan a ni un solo cervantino -aunque sea de rebote- sino que recoge el eco de otros genios que hicieron papillas de la obra que condensa, como bien señala Jesús G. Maestro, «el genoma de la literatura universal».
Habla Pearce de Sancho como «realista sensato» refiriéndose a un bellaco que en todas las ocasiones que pudo trató de timar a don Quijote
Quizá lo más lacerante para el sentido común es cuando Pearce habla del mentecato de Sancho como «un realista sensato». En estos términos se refiere a aquel al que se le caían de los labios los refranes, vinieran a molde o no; el que encantaba y desencantaba -y al que le encantaban y desencantaban a conveniencia el Duque y la Duquesa- a Dulcinea del Toboso, tropezándose él solo en los embustes que había trazado para su amo. Habla Pearce de este «realista sensato» refiriéndose a un bellaco que en todas las ocasiones que pudo trató de timar a don Quijote; que se embebió de la locura del hidalgo por el afán de verse gobernador de una ínsula, estuviera esta donde estuviere, superando, como en un buen número de ocasiones cita el narrador Cide Hamete Benengeli, en locura al Caballero de la Triste Figura. Habla Pearce del «realista sensato» cuando cita a aquel que se arrimó a las ancas de Clavileño, el caballo de madera que surcó los astros en el patio del Duque, y donde el propio Sancho decía haber visto el mundo muy pequeño desde su Troya inmóvil, sintiendo el calor de las estrellas -fuelles articulados por unos guasones- sin moverse ni un palmo del suelo en lo que fue una burla colectiva urdida sobre la marcha que tenía por misión representar una caravana de encantadores, matar a Malambruno y desbarbar dueñas bajo las llorosas súplicas de la Trifaldi.
En definitiva, la única razón por la que merece la pena reflexionar sobre El Quijote según Pearce es la siguiente: entender las altas cotas de idealismo al que puede llegar uno cuando sufre el síndrome del converso.
El que sufre el síndrome del converso es un católico panteísta, dispuesto a ver en el envoltorio de una Ferrero Rocher una lágrima divina
El síndrome del converso es una patología cíclica que azuza los entendimientos más pobres mediante seductores de saldo en las horas más bajas de la fe comunitaria. Lo viven personajes deslumbrados por su experiencia subjetiva de lo trascedente y que creen, a diferencia del resto de seres humanos que han poblado esta tierra, tener capacidades únicas para decodificar la realidad y dar recetas por el módico precio que marque el libro de turno bajo su firma.
Son aquellos que hacen fortuna de ponerle apellidos al arte. Literatura-católica, música-católica, cine-católico... Son los que requieren de la muletilla y sus followers para que los identifiquen con lo primero.
Los que padecen este síndrome son fácilmente identificables: se consideran cato-panteístas, pues hasta en el envoltorio de un Ferrero Rocher ven una lágrima divina. Son los que justifican la Belleza y Verdad chestertoniana, atribuida al Arte, en algún triunfito del share de los martes. Son los que subliman a C. Tangana cuando se pasa de listo en la seo toledana; los que dicen en sus borracheras lo estupendo que es ver el pop a la sombra del Crucificado.
Tomarse en serio las sentencias de la literatura -que no de sus estructuras, significados y capacidad de hacernos más libres- es ir por La Mancha de Emiliano García-Page buscando las huellas arqueológicas de Rocinante y el Rucio.
La conversión de Alonso Quijano no es relevante para las almas del purgatorio telúrico. Lo importante es su historia.
El texto de Pearce, al igual que otras cosas del portal español anteriormente mencionado, son un entretenimiento a la misma altura que las fútiles comedias del Siglo de Oro o la novela caballeresca, a las que Cervantes terminó por sepultar definitivamente. El texto de Pearce, y del portal que les da cobijo, reproducen piezas emotivistas que buscan el cliqueo despistado, sediento de morbosidad, que apuñala el tiempo de los espíritus embotados. Lo explicaba muy bien Escohotado. El veneno más peligroso para los hombres y mujeres de hoy no son las drogas o los chivos expiatorios del turno civilizatorio que corresponda sino la ignorancia. Y como todos, sin excepción, somos convocados a su funesto encuentro, es mejor ir sorbiéndola de poquito a poco. De lo contrario, nos atiborraremos como Pearce y acabaremos viendo gigantes donde solamente hay molinos.