Pío XI: el Papa todoterreno que revolucionó la Iglesia
En el aniversario de su muerte recordamos a una de las figuras más destacadas del último siglo dentro de la Iglesia católica
Pío XI, cuyo nombre de pila fue Achille Ratti, comenzó su pontificado con dos gestos ostensibles. El primero consistió en ser el primer papa que desde 1870 -año de la unificación italiana y del final de los Estados Pontificios- se asomaba al balcón de la Basílica de San Pedro para impartir la bendición Urbi et Orbi a la multitud allí congregada. La deferencia fue correspondida con un «viva» conjunto al pontífice y a Italia, impensable hasta entonces, y que prefiguraba la reconciliación entre la Santa Sede, impulsada por Pío XI, y plasmada años más tarde en los Pactos Lateranenses en 1929. Pocos días después de la escena del balcón, el Santo Padre innovó nombrando a Teodolinda Banfi jefa de su Casa. Nunca antes una persona seglar, y menos aún mujer, había desempeñado tan estratégico cargo.
El Papa esperó diez meses antes de impartir la orientación del Pontificado: el 23 de diciembre de 1922, el Vaticano hacía pública la encíclica Ubi Arcano Dei Consilio (Por el inescrutable designio divino), cuyas líneas maestras son la búsqueda de la paz mundial y la evangelización de unas sociedades que ya denotaban algunas señales de indiferencia religiosa, dentro de la cual encuadra, entre otros males, a la lucha de clases. Tanto los desórdenes internos como los externos se explican, en su perspectiva, por el alejamiento de Cristo.
Por lo tanto, la resolución de los males, o al menos su atenuación, solo puede ser una vuelta a las esencias, a la paz de Cristo y a sus enseñanzas sobre la santidad de la vida y la del matrimonio, «éstas y otras verdades que Él trajo del cielo a la tierra», entregándolas únicamente «a su Iglesia, por cierto con la promesa formal de que la ayudaría y estaría siempre con ella, y le mandó que no dejara de enseñar». Se puede decir más alto, pero no más claro: el Papa estaba determinado en lograr una lugar central para la Iglesia en la actividad política, económica, cultural y social.
Por el reinado social de Cristo
El Papa Ratti estimó oportuno para alcanzar el objetivo pergeñar, tres años después, otra encíclica, Quas Primas (Al igual que en la primera). Su eje doctrinal, el Reinado Social de Cristo, fue un llamamiento a que la ley natural y la divina rijan los destinos de las sociedades. El corolario de este premisa fue la designación de un mal cuya palabra aparecía por primera vez: laicismo. El Papa lo define como la «peste que hoy infecciona a la humana sociedad».
Como escribe el historiador y prelado Mariano Fazio (actual vicario general del Opus Dei), Pío XI llegó a la conclusión de que la aparición de semejante «peste» fue el resultado de un proceso en tres tiempos: «Se comenzó por negar a la Iglesia el derecho a gobernar los pueblos para conducirlo a la felicidad eterna. Después, la religión cristiana fue equiparada a otras religiones falsas, para terminar por someterla al poder civil, negando la libertad de la Iglesia de Jesucristo». Lo que algunos interpretaron como un endurecimiento doctrinal fue completado, siempre en Quas Primas, por una novedad litúrgica, la Fiesta de Cristo Rey, celebrada desde entonces el último domingo de octubre.
Más en Roma eran conscientes de que la claridad espiritual surtiría pocos efectos si no iba acompañada por unos criterios comprensibles por los cristianos de a pie en el orden temporal; de modo especial en el ámbito económico. La crisis de 1929 había, entre otras cosas, agudizado las desigualdades y por ende la lucha de clases, que tanto preocupaba al Papa. Éste supo aprovechar el cuarenta aniversario de la encíclica Rerum Novarum, documento fundador de la Doctrina Social contemporánea, para establecer su magisterio y eligió el 15 de mayo de 1931 para dar a conocer Quadragesimo Anno, en la que sugiere reglas sociales y económicas justas para alcanzar el orden moral y definir, en clave católica, el salario justo, conformado por tres requisitos: el sustento del obrero y de su familia, la situación de la empresa y el bien común.
Un viaje teologal a China
Éste y otros enfoques del magisterio pudieron trascender el ámbito occidental gracias a la fuerte internacionalización impulsada por Pío XI, de modo especial en Asia. Como recuerda Paolo Scandaletti en «Storia del Vaticano», el también conocido como Papa de las Misiones nombró en 1926 a los primeros seis obispos chinos y un año después al primer japonés. Los siguientes fueron indios e indonesios. Una apertura que se hizo extensiva al mundo académico -en 1927 empezó a funcionar de forma permanente la Universidad Católica de Pekín- y también a las culturas locales, permitiendo el Papa a los católicos de Manchuria, siempre según Scandaletti, participar en el culto civil a Confucio y a los japoneses visitar los templos con motivo de las honras públicas a la Casa Imperial. Pero aún no era un diálogo interreligioso pleno; más bien una cortesía para facilitar la convivencia en aquellas zonas donde los católicos eran minoría.
Seguían siendo mayoría en Europa, donde la situación política se hacia más inestable con el paso del tiempo. En 1922, Benito Mussolini alcanzó el poder en Italia en un ambiente tenso, marchando sobre Roma, pero respetando formalmente las normas establecidas. Poco a poco fue consolidando una dictadura cuya inspiración ideológica estaba en las antípodas del cristianismo. De hecho, el primer exiliado del fascismo fue el sacerdote Luigi Sturzo, fundador del Partido Popular, antecesor de la Democracia Cristiana. Desde la Curia se le ánimo a irse: las negociaciones entre la Santa Sede e Italia para resolver la «Cuestión romana» avanzaban. No era cuestión de complicarlas. El acuerdo definitivo -la principal disposición fue la creación del Estado de la Ciudad del Vaticano- fue firmado a principios de 1929.
Para entonces, el fascismo ya fomentaba sin disimulo alguno provocaciones y acosos hacia la Iglesia y sus organizaciones. La enumeración de episodios es interminable. Pío XI aguantó hasta que Mussolini disolvió la Acción Católica -principal brazo seglar de la Iglesia en Italia- el 30 de mayo de 1931. Al mes, el Papa replicó con la encíclica Non abbiamo bisogno (No lo necesitamos), en la que denuncia la «estadolatría pagana» del fascismo. La brecha entre el Papa y Mussolini no hizo sino ensancharse hasta alcanzar su punto álgido cuando se aprobaron en Italia las «leyes raciales», abiertamente antisemitas. «Solo hay una raza: el género humano», proclamó el Papa, que en 1938 abandonó Roma mientras duró la visita de Adolf Hitler.
Fue precisamente el nazismo el segundo totalitarismo al que se enfrentó Pío XI. Al igual que en Italia, animó a su secretario de Estado, cardenal Eugenio Pacelli (el futuro Pío XII), a concluir un concordato con Alemania, si servía a la Iglesia para ganar espacios de libertad. Las negociaciones empezaron en tiempos de la República de Weimar y terminaron con la firma del documento el 20 de julio de 1933, cuatro meses después del advenimiento del régimen nazi. Como recuerda el historiador Frédéric Le Moal en Les Divisions du Pape, la firma de un concordato «no constituye un reconocimiento y menos aun una legitimación de la naturaleza ideológica del Estado».
«El concordato», señala Fazio, «se convirtió inmediatamente en letra muerta, pero sirvió de fundamento jurídico a las reiteradas protestas de la Santa Sede». Como tampoco éstas fueron muy allá, el Romano Pontífice, de nuevo como en Italia, optó por una encíclica para dejar clara la postura de la Iglesia: en marzo de 1937 publicaba, directamente redactada en alemán, «Mit Brendenner Sorge», (Con ardiente preocupación). «Solamente espíritus superficiales pueden caer en el error de hablar de un Dios nacional, de una religión nacional, y emprender la loca tarea en los límites de un pueblo solo, en la estrechez étnica de una sola raza, a Dios, creador del mundo, rey y legislador de los pueblos, ante cuya grandeza las naciones son como gotitas de agua en un cubo».
La relación con el comunismo
Más compleja fue la relación con el comunismo. Pío XI, siendo todavía nuncio en Varsovia, se negó en 1920 a dejar la urbe en plena invasión soviética de Polonia, después frustrada; aunque entendió que el nuevo poder comunista de Moscú se había instalado para décadas. Además, en Roma pensaban que la caída del Imperio zarista -y su sesgo anticatólico- podía facilitar la labor pastoral de la Iglesia.
Esta perspectiva pragmática llevó al Papa a crear la Comisión Pontificia «Pro Russia», cuya dirección encomendó al jesuita francés -e intelectual rusófilo- Michel D'Herbigny, pese a las fuertes reticencias del P. Wlodzimierz Ledochowsky, polaco y entonces general de la Compañía de Jesús. D'Herbigny, previamente consagrado obispo, viajó a Rusia en octubre de 1925, donde llegó a consagrar, a su vez a cuatro obispos clandestinamente. En paralelo, Pacelli mantuvo tres infructuosos encuentros con Gueorgui Chicherin, ministro soviético de Exteriores, entre 1925 y 1927. Roma prosiguió sus esfuerzos en la Rusia comunista hasta principios de los años 30. En vano: la obsesión antirreligiosa del comunismo no escatimó a la minoría católica. Pío XI volvió a hablar en voz alta: el mismo mes que Mit Brendenner Sorge publicó Divini Redemptoris (Del Divino Redentor). «El comunismo es intrínsecamente perverso y no se puede admitir que colaboren con él en ningún terreno los que quieren salvar de la ruina a la civilización cristiana». El Papa murió el 10 de febrero de 1939, por lo que no vivió la Segunda Guerra Mundial. Pero sí condenó los dos totalitarismos que la desataron y el totalitarismo que se instaló después en media Europa y buena parte del mundo.