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DELENDA EST CARTHAGO

Ucrania o el ocaso de la guerra justa

Gracias a Ciceron, san Agustín y santo Tomás de Aquino se elaboró un derecho de la guerra, que si bien se ha visto desbordado innumerables veces, ha servido como ideal al que hay que tender si el conflicto es inevitable

Actualizada 09:53

El primer asunto al que se enfrenta el primer ministro británico electo, cuando accede a la jefatura del gobierno, es escribir una carta que va destinada a todos los submarinos con armamento nuclear de la Royal Navy. En esa carta, que solo puede abrir el oficial al mando del submarino una vez han fallado todos los medios de contactar con el gobierno en el contexto de una agresión nuclear contra el Reino Unido, el primer ministro da instrucciones sobre cómo proceder. Puede ser una orden fulminante de efectuar un contraataque contra la potencia agresora, puede ser la orden terminante de abstenerse a efectuar dicho ataque, puede ser ponerse bajo el mando de una nación aliada no destruida, o puede dejar la decisión del ataque en manos del capitán. Si la redacción de la carta puede suscitar dilemas de conciencia en el primer ministro, ¿cuál será el drama de conciencia al que es expuesto un capitán si ha de tomar él, en última instancia, la decisión de responder con un ataque nuclear?

Cuando en el siglo XIII santo Tomás de Aquino perfila el contenido de la doctrina de la guerra justa, invocando la autoridad de Cicerón o de san Agustín, no era imaginable un contexto de «mutua destrucción asegurada» que ofrecen los medios actuales para las superpotencias nucleares. Dicha doctrina, sin embargo, ha tenido un valor inapreciable en la cultura occidental, ya que por medio de esta y otras reflexiones, se elaboró un derecho de la guerra, que si bien se ha visto desbordado innumerables veces, ha servido como ideal al que hay que tender si el conflicto es inevitable, ya sea porque se está desarrollando y se entra en el supuesto de la legítima defensa, ya sea porque la agresión emprendida se considera una repuesta lícita.

Cuando las circunstancias evolucionan, la respuesta doctrinal ha de adaptarse a las nuevas circunstancias. Juan XXIII, en su encíclica Pacem in Terris de 1963, ya se planteaba la legitimidad actual de la guerra justa en el contexto de un conflicto entre potencias nucleares, y afirmará que «resulta un absurdo sostener que la guerra es un medio apto para resarcir el derecho violado», sobre todo si eso supone el evento de «destrucción mutua asegurada».

Hay que pensar en la calidad de nuestros gobernantes occidentales, si son capaces de mantener un criterio ético y racional sin dejarse llevar en volandas de la indignación popular

Asistimos a un momento de consternación por la injusta agresión de una nación, Ucrania, que daba toda la impresión que, tras la anexión rusa de Crimea y de las autoproclamadas repúblicas del Donbás, había sido dejada a su suerte frente a Rusia. Muchas voces en un occidente que no ha conocido la guerra se están levantando con indignación ante la falta de reacción inicial de sus gobiernos. Determinadas decisiones subsiguientes en estos gobiernos se están tomando respetando escrupulosamente el cortoplacismo en el que muchos están instalados, satisfaciendo ahora la indignación de la opinión pública con medidas más o menos punitivas frente al agresor. Celebramos los envíos de armamento, los actos de valentía inspiradores, las anécdotas que llenan las lagunas de la falta de información verificable. Y se habla de apoyar una defensa justa frente a una agresión, mientras la nación agresora pone en estado de alarma su sistema de armamento nuclear, con la intención de poner encima de la mesa el elemento disuasorio.

La pregunta es, en definitiva, qué se puede hacer ante esto. La reacción inicial de indignación puede ser comprensible, pero llega un momento en el que hay que pensar en la calidad de nuestros gobernantes occidentales, si son capaces de mantener un criterio ético y racional sin dejarse llevar en volandas de la indignación popular, satisfechos de los réditos para su popularidad. Algunos pensadores, como el filósofo británico John Milbank, recogen una duda ética persistente desde la aparición del armamento nuclear, y es el hecho de que su nihilismo intrínseco deja sin efecto las condiciones clásicas necesarias para que una guerra sea considerada justa. De acuerdo con san Agustín, una de las condiciones es la de poder vengar de forma efectiva (y proporcionada) las injurias recibidas. Si la respuesta es una escalada entre potencias nucleares, llega un punto en que la vindicación del agredido es imposible, porque para recibir una satisfacción es necesario estar vivo, o que alguien en tu nombre sobreviva para recibirla. Un suceso de «mutua destrucción asegurada» impediría que se obtenga justicia alguna, objeto de una guerra justa.

Todos tenemos una opinión, mejor o peor fundamentada. Pero ante la muerte real, nuestro parecer genera un estado de opinión que tiene un peso añadido. No somos el oficial al mando de un submarino nuclear de la clase Vanguard, y no está en nuestras manos ese sobre que debes abrir en el momento más aciago. Pero qué duda cabe que las circunstancias que hacen posible que una guerra pueda ser llamada justa requieren de un examen actualizado. Se escapa de nuestras capacidades el dar una respuesta adecuada a una cuestión de este tipo, pero nuestra aportación posible en el tiempo presente es interrogarnos sobre los fundamentos de nuestra indignación, así como de las consecuencias de la misma en el futuro para las vidas de las personas a las que queremos defender.

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