Libertad, ¿para qué?
Bernanos alertaba del peligro del desprecio de esa libertad individual ante las grandes conquistas. Grandes conquistas que, bajo capa de igualdad total, solo pueden ofrecerse a sociedades desmemorizadas del sentido de su propia libertad, sociedades instaladas en la servidumbre del legislador
Con el triunfo de la revolución soviética en Rusia, y dentro del plan de expandir la revolución más allá de sus fronteras, Lenin formó la Tercera Internacional Socialista en 1919. Muchos partidos socialistas miraban expectantes ese proyecto, debatiendo si incorporarse o no. Desde España los socialistas enviaron a Fernando de los Ríos a Rusia, que publicó sus impresiones de dicho viaje. La anécdota más conocida es el diálogo que mantuvo con Lenin, en el que, tras poner de relieve los grandes cambios que estaban materializándose por la revolución, De los Ríos planteó la duda sobre el coste de dichos cambios –la práctica ausencia de libertades de la que estaba siendo testigo–, a lo que Lenin respondió que la libertad no era lo prioritario en ese momento de la revolución, zanjando la cuestión sentenciando: «Libertad, ¿para qué?».
Llevamos unos años de funcionamiento de la doctrina de la «ampliación de derechos», presentada como una revolución de tercera generación –3.0 para los cibernéticos– que ha de ser implementada, cueste lo que cueste. Unos derechos –aborto, eutanasia, autodeterminación del género, reproductivos, más otros que responden a reivindicaciones particulares de colectivos más o menos agraviados– a los que se ha llegado mediante su descubrimiento por una sociedad que los ignoraba, pero ahora los reclama. Quizá en este marco de una nueva humanidad ampliada en su dignidad estaríamos ante la consecución de unos cambios que se están materializando y que hacen que la libertad no sea lo prioritario en este momento, parafraseando a Lenin. Al menos esa es la tesis de Georges Bernanos, que sirviéndose de esta frase para titular una conferencia pronunciada poco después del fin de la Segunda Guerra Mundial, expone que el mayor riesgo contra la libertad no es que uno se la deje quitar, sino perder el aprecio por ella hasta el punto de llegar a no comprenderla. Y es que es frecuente que la consolidación de los derechos de tercera generación suscite muchas veces controversias en torno a derechos de vieja factura, los cuales se enfrentan a grandes interrogantes para ser ejercidos en libertad. No hay más que ver las tensiones a las que están sometidos derechos como los de libertad religiosa, de libertad de expresión o de reunión, por poner algunos ejemplos.
El mayor riesgo contra la libertad no es que uno se la deje quitar, sino perder el aprecio por ella
Si nos tornamos a lo cotidiano, podemos asistir al espectáculo de lo que nuestras prioridades ponen por delante de nuestra misma libertad. Y digo bien cuando referencio espectáculo, pues podemos descubrir un Lenin en potencia en muchas de nuestras elecciones a la hora de situar nuestras prioridades. El dominico Adrien Candiard ha tratado la cuestión en su libro La libertad cristiana, en donde partiendo de la carta de San Pablo a Filemón –un texto poco comentado– pone de relieve la delicadeza de San Pablo a la hora de abordar la libertad de Filemón. La temática de la carta es sencilla. Filemón tenía un esclavo, Onésimo, que se fugó y que terminó encontrándose con San Pablo, llegándose a bautizar. Onésimo es un `sin papeles´ acosado por los peligros propios de ser un esclavo fugado, y su seguridad jurídica está en volver a casa de Filemón. San Pablo envía a Onésimo a Filemón «como un hermano», pidiendo para él que se le dispense un trato justo «apelando a tu caridad».
Podríamos pensar que San Pablo, en aras de una buena causa, debía haber exigido a Filemón la libertad inmediata de Onésimo, pues para un cristiano es indigno retener a sus semejantes como esclavos. Probablemente, Filemón hubiese obedecido sin más, pero San Pablo no hubiese respetado la libertad de Filemón, que habría liberado a Onésimo no tanto por una elección, sino cediendo por otros motivos. Justificaríamos el proceder de San Pablo, pues los profundos cambios que la doctrina de Cristo podía ofrecer al mundo eran mucho más relevantes que la conciencia errónea de un individual. San Pablo bien habría podido decir en este caso «Libertad, ¿para qué?», y sentirse justificado por la bondad de la causa que defendía. La tesis de Candiard va precisamente en esta línea: una buena causa nunca es razón suficiente para no respetar la conciencia del otro. De tal modo que la libertad de Onésimo queda íntimamente unida a la libertad de Filemón, el derecho inalienable de ser libre de Onésimo al derecho inalienable de la libertad de conciencia de Filemón.
Bernanos alertaba del peligro del desprecio de esa libertad individual ante las grandes conquistas. Grandes conquistas que, bajo capa de igualdad total, solo pueden ofrecerse a sociedades desmemorizadas del sentido de su propia libertad, sociedades instaladas en la servidumbre del legislador. No es descabellado afirmar desde esta tesis que la libertad de conciencia frente a los llamados derechos ampliados es la afirmación sana y necesaria de que es mucho mejor que el hombre sea libre a que sea titular nominal de un sinfín de derechos.