Sed infieles
Si el asunto prospera, si en el noviazgo, en el matrimonio o en como quiera que llamen los chavales ahora a sus arrejuntamientos deja de exigirse fidelidad, muchas cosas perderían su sentido
Habrán notado que últimamente están dando la matraca con lo de las relaciones abiertas: parejas cuyos integrantes pueden tener relaciones sexuales con otras personas sin ocultamientos, celos ni reproches. A lo sumo pueden exigirse transparencia y, entre los más picantones, un demorado recorrido por los detalles. Aunque el corazón del uno le pertenece al otro, sus cuerpos están a disposición de la apetecible concurrencia. Tienen estabilidad, pero también aventura. Amor libre, pero con orden y concierto. Despiporrados, pero a su modo conyugales.
Infidelidades siempre las hubo. Incluso consentidas. Incluso en equipo, como en esos locales de intercambio donde algunos matrimonios se apuntalan a base de frotar hastíos en la esperanza de que ardan como la yesca. Por tanto, nada nuevo bajo el sol. Lo novedoso es que, de repente, las relaciones abiertas aparezcan por todas partes. Y lo raro es que esa presencia venga de arriba y sin responder a una demanda o curiosidad de la gente, al menos que yo haya notado. Aunque he de advertir que quizá mi entorno no sea significativo. Vivo en la campiña sevillana, lo que en muchos sentidos significa vivir en la última aldea gala que resiste a la romanización.
En cualquier caso, si el asunto prospera, si en el noviazgo, en el matrimonio o en como quiera que llamen los chavales ahora a sus arrejuntamientos deja de exigirse fidelidad, muchas cosas perderían su sentido, por ejemplo el exitoso programa de televisión La isla de las tentaciones. Como sabrán, este consiste en coger a cinco parejas, separarlas, ponerles reguetón, calentarles el jacuzzi y rociarlos con alcohol para intentar que se pongan los cuernos. Ayudan los tentadores y tentadoras, un total de 20 obligados a buitrear por contrato. Mientras ellos ronean, perrean, se traicionan y son grabados, España cena frente al televisor.
La gracia de La isla de las tentaciones es que todo el mundo sabe que está mal, por eso gusta. Si el hecho de que alguien salga de allí astado como un ciervo estuviera bien o fuera indiferente, nadie lo vería. Para mantener el interés ha de parecer que se está destruyendo algo importante, algo valioso y digno de ser conservado; por más que, en realidad, los concursantes estén dispuestísimos a destrozar su relación a cambio, con suerte, de entrar a formar parte del chusmerío de Mediaset. La isla de las tentaciones se basa en la destrucción de la lealtad, por eso la requiere.
Sin embargo, en una cata de esta última edición, he visto algo que me ha resultado novedoso y que, como lo de las relaciones abiertas, parece orientado a blanquear las infidelidades. Sucedió en los encuentros que tienen las distintas parejas al final del programa. Los sientan en un banco, les pasan los cortes más censurables y luego tienen que decidir si irse juntos, separados o, dice la fórmula del programa con un poco de malicia, «con un nuevo amor». Aunque con cierta tirantez al principio, pues nadie había sido del todo ejemplar, los careos acabaron bastante bien, con música sentimental y alabanzas a la traición. La moraleja: querer a alguien, y sobre todo serle fiel, es un obstáculo para la imperiosa labor de quererte a ti mismo.
Hubo una que estuvo magnífica. Gracias a haberle sido infiel a su novio, quien por cierto no le pagó con la misma moneda, había tenido una especie de iluminación, había alcanzado sabiduría y salía de allí decidida a ponerse ella misma en primer lugar, propósito que la presentadora aprobó con su impavidez de vieja hechicera. La chica utilizó un clavo para quitarse otro clavo y por el camino se fue, desenclavada, o en sus propias palabras, «empoderada». Al comienzo del programa aseguró que acudía con la intención de curarse los celos. Parece haberlo conseguido y, como recompensa, le han dado un trabajito en First Dates.